Mujeres enamoradas (1969)




Mujeres enamoradas (1969)
Film  Ken Russell
Novela  D.H. Lawrence


1. Hermanas

            Ursula y Gudrun Brangwen se sentaban una mañana en el balcón de su casa paterna, en Beldover, hablando y trabajando. Ursula estaba haciendo un bordado de colores vivos y Gudrun estaba dibujando sobre un tablero que sujetaba con las rodillas. Estaban silenciosas la mayor parte del tiempo, y hablaban a medida que sus pensamientos vagaban por sus mentes.
            –Ursula –dijo Gudrun–, ¿no deseas realmente casarte?
            Ursula puso el bordado sobre su regazo. Su rostro era tranquilo y atento.
            –No sé –contestó—. Depende de lo que quieras decir.
            Gudrun se retrajo levemente. Contempló a su hermana durante algunos momentos.
            –Bien –dijo irónicamente–. ¡Suele significar una cosa! Pero ¿no piensas, en cualquier caso, que estarías... –se ensombreció levemente– en una posición mejor que la que tienes ahora?
            Apareció una sombra sobre el rostro de Ursula.
            –A lo mejor –dijo–. Pero no estoy segura.
Gudrun se detuvo otra vez, ligeramente irritada. Quería ser precisa.
            –¿No piensas que una necesita la experiencia de casarse? –preguntó.
            –¿Crees que ha de ser una experiencia? –repuso Ursula.
            –Es forzoso, de un modo u otro –dijo Gudrun tranquilamente–. Es posible que no sea deseable, pero es forzoso que sea una experiencia de algún tipo.
            –No realmente –dijo Ursula–. Es más probable que sea el fin de la experiencia.
            Gudrun se quedó muy quieta, atendiendo a esto.
            –Naturalmente –dijo–, hay eso a considerar.
            Aquello cerró la conversación.
Gudrun, casi irritadamente, cogió la goma y empezó a borrar parte de su dibujo. Ursula cosía absorta.
            –¿No tomarías en –consideración una buena oferta? –preguntó Gudrun.
            –Pienso que he rechazado varias –dijo Ursula.
            –¡De verdad! –Gudrun se sonrojó–. ¿Pero algo que mereciese realmente la pena? ¿De verdad lo has hecho?
            –Mil cada año, y a un hombre terriblemente agradable. Me gustaba terriblemente –dijo Ursula.
            –¡De verdad! ¿Pero no te sentiste espantosamente tentada?
            –En abstracto, no en concreto –dijo Ursula–. Cuando llega el caso, una no resulta tentada siquiera. Oh, si me viese tentada me casaría en el acto. Pero lo único que me tienta es no hacerlo.
            Los rostros de ambas hermanas se encendieron de repente. Estaban divertidas.
            –¡Verdad que es algo asombroso –exclamó Gudrun– lo fuerte que es la tentación de no hacerlo!
            Ambas rieron, mirándose entre sí. Estaban asustadas en sus corazones.
            Hubo una larga pausa mientras Ursula cosía y Gudrun continuaba con su dibujo. Las hermanas eran mujeres; Ursula tenía veintiséis años y Gudrun veinticinco. Pero ambas tenían el aspecto virginal y remoto de las chicas modernas, hermanas de Artemisa más que de Hebe. Gudrun era muy hermosa, pasiva, de miembros y piel suaves. Llevaba un vestido de tela sedosa azul oscuro con fruncidos de encaje de hilo azul y verde en el cuello y las mangas, y llevaba medias verde esmeralda. Su aspecto de confianza y modestia contrastaba con la sensible actitud expectante de Ursula. Las gentes de provincias, intimidadas por la perfecta sangre fría y la sencillez de maneras de Gudrun, decían de ella: «Es una mujer lista.» Acababa de volver de Londres, donde había pasado varios años trabajando en una academia de arte como estudiante y viviendo una vida de artista.
            –Estaba deseando ahora que apareciese un hombre –dijo Gudrun cogiéndose de repente el labio inferior entre sus dientes y haciendo un gesto extraño, mezcla de risa maliciosa y angustia. Ursula estaba asustada.
            –¿Así que has venido a casa a esperarle? –rió.
            –Oh, querida –exclamó estridentemente Gudrun–, no me saldría jamás de mi camino para buscarle. Pero si resultase que apareciera un individuo muy atractivo con medios suficientes... bien... –y recortó irónicamente la frase. Miró entonces con atención a Ursula, como si deseara sondearla–. ¿No te descubres aburrida? –preguntó a su hermana–. ¿No descubres que las cosas fra– casan a la hora de materializarse? ¡Nada se materializa! Todo se aja en el capullo.
            –¿Qué se aja en el capullo? –preguntó Ursula.
            –Oh, todo... una misma... las cosas en general.
            Hubo una pausa mientras cada hermana consideraba vagamente su destino.
            –Realmente le asusta a una –dijo Ursula, y de nuevo hubo una pausa–. ¿Pero acaso esperas llegar a alguna parte por el simple hecho de casarte?
            –Parece ser el próximo paso inevitable –dijo Gudrun.
            Ursula meditó esto con algo de amargura. Era maestra en la escuela de Willey Green hacía ya algunos años.
            –Lo sé –dijo–; así parece cuando una sólo piensa en abstracto. Pero imagínalo realmente: imagina a cualquier hombre que conozcas, imagínale viniendo a casa de una todas las noches y diciendo «hola» y dándole a una un beso...
            Hubo una pausa vacía.
            –Sí –dijo Gudrun con una voz reducida–. Es sencillamente imposible. El hombre lo hace imposible.
            –Naturalmente, hay niños... –dijo Ursula de manera vacilante.
            El rostro de Gudrun se endureció.
            –¿Quieres realmente niños, Ursula? –preguntó fríamente.
            Un gesto de sorpresa y desconcierto invadió el rostro de Ursula.
            –Una siente que todavía está más allá de una –dijo.
            –¿De verdad sientes eso? –preguntó Gudrun–. El pensamiento de parir, a mí, no me proporciona sentimiento alguno.
            Gudrun miró a Ursula con un rostro inexpresivo, como de máscara. Ursula frunció el ceño.
            –Quizá no es auténtico –concedió–. Quizá no los queremos realmente en el alma... sólo superficialmente.
            Una dureza se apoderó del rostro de Gudrun. No quería ser demasiado precisa.
            –Cuando una piensa en los hijos de otras gentes... –dijo Ursula.
            Gudrun miró nuevamente a su hermana, casi hostil.
            –Exactamente –dijo para cerrar la conversación.
            Las dos hermanas continuaron trabajando en silencio, teniendo siempre Ursula ese extraño brillo de una llama esencial que hubiese sido cazada, envuelta en redes, contravenida. Vivía en gran medida gracias a sí misma, y para sí misma, trabajando, pasando de un día a otro y pensando siempre, intentando sujetarse a la vida, aferrarla en su propio entendimiento. Su vida activa estaba en suspenso, pero por debajo, en la oscuridad, algo se estaba gestando. ¡Si solamente pudiera atravesar las últimas capas! Parecía intentar sacar las manos como un niño en el útero, y no podía, no aún. A pesar de todo, poseía una extraña presciencia, la intuición de algo aún venidero.
            Dejó su trabajo y miró a la hermana. Consideraba tan encantadora a Gudrun, tan infinitamente encantadora, en su suavidad, en su fina, exquisita riqueza de textura y delicadeza de líneas. Había también alrededor de ella cierta jovialidad, tanta gracia picante o sugestión irónica, tanta reserva sin tocar. Ursula la admiraba con toda su alma.
            –¿Por qué viniste a casa, guapa? –preguntó.
            Gudrun sabía que estaba siendo admirada. Se echó hacia atrás, abandonando el dibujo, y miró a Ursula desde debajo de sus pestañas hermosamente curvas.
            –¿Que por qué volví, Ursula? –repitió–. Me lo he preguntado mil veces.
            –¿Y no lo sabes?
            –Sí, creo que sí. Creo que volver a casa para mí fue simplemente reculer pour mieux sauter.
            Y miró con una mirada lenta y larga a Ursula.
            –¡Lo sé! –exclamó Ursula con aspecto ligeramente desconcertado y artificioso, como si no lo supiera–. ¿Pero adónde puede una saltar?
            –Oh, no importa –dijo Gudrun con algo de arrogancia–. Si una salta sobre el borde se verá obligada a aterrizar en alguna parte.
            –Pero ¿no resulta muy arriesgado? –preguntó Ursula.
            Una lenta sonrisa burlona se insinuó sobre el rostro de Gudrun.
            –¡Ah! –dijo riendo–. ¡No son más que palabras! –y cerró así la conversación una vez más. Pero Ursula seguía rumiando.
            –¿Y qué te parece la casa ahora que has vuelto? –preguntó.
            Gudrun se detuvo algunos momentos, fríamente, antes de responder. Entonces, con una voz fría y convincente, dijo:
            –Me encuentro completamente ajena a ella.
            –¿Y padre?
            Gudrun miró a Ursula casi con resentimiento, como si hubiera sido acorralada.
            –No he pensado en él: lo he evitado –dijo fríamente.
            –Sí –dijo Ursula titubeando; y la conversación se terminaba realmente. Las hermanas se veían enfrentadas a un abismo vacío y aterrador, como si hubiesen mirado más allá del borde.
            Trabajaron en silencio durante algún tiempo. Las mejillas de Gudrun estaban sonrojadas por la emoción reprimida. Le molestaba haberla suscitado.
            –¿Qué te parece si salimos y vemos esa boda? –acabó preguntando, con una voz demasiado de circunstancias.
            –Sí –exclamó Ursula con demasiada avidez, apartando la costura y saltando para ponerse en pie como si escapara de algo, traicionando así la tensión de la situación y haciendo que una flexión de desagrado recorriese los nervios de Gudrun.
            Al subir las escaleras Ursula se hizo consciente de la casa, del hogar que la rodeaba. ¡Y ella odiaba ese lugar sórdido y demasiado familiar! Le daba miedo la profundidad de su sentimiento hostil a la casa, al medio, a toda la atmósfera y las condiciones de esa vida anacrónica. Sus sentimientos le asustaban.
            Pronto caminaron deprisa las dos muchachas por la calle principal de Beldover, una vía ancha compuesta en parte por tiendas y en parte por residencias, radicalmente informe y sórdida, sin nobleza. Gudrun, re cién llegada de su vida en Chelsea y Sussex, se hundió cruelmente en esta fealdad amorfa de una pequeña ciudad minera en los Midlands. Pero siguió adelante, a través de toda la gama sórdida de insignificancias, la larga calle amorfa y polvorienta. Estaba expuesta a todas las miradas, pasó como atravesando una extensión de tormento. Era extraño que hubiese decidido volver y probar todo el efecto de esa fealdad informe y baldía sobre ella. ¿Por qué quiso someterse a ello? ¿Quería aún someterse a ello, a la insufrible tortura de esas gentes feas y sin sentido, a ese paisaje desvirtuado? Se sintió como un escarabajo trabajando en el polvo. Estaba llena de repulsión.
            Se desviaron de la calle principal pasando por un trozo negro de césped comunal donde se erguían desvergonzadamente cubos de basura recubiertos de hollín. Nadie pensaba avergonzarse. Nadie se avergonzaba de todo ello.
            –Es como un país de un mundo subterráneo –dijo Gudrun–. Los mineros se lo traen a la superficie con ellos, a golpes de carretilla. Ursula, es maravilloso, es realmente maravilloso... es realmente admirable, otro mundo. Todos son vampiros, y todo es fantasmagórico. Todo es una réplica vampírica del mundo real, una réplica, un vampiro; todo manchado, todo sórdido. Es como estar demente, Ursula.
            Las hermanas estaban cruzando un sendero negro a través de un campo oscuro, sucio. A la izquierda se abría un amplio paisaje, un valle con minas, y frente a él, colinas con campos de maíz y bosques, oscurecidos todos por la distancia como si fuesen vistos a través de un velo de crespón. El humo blanco y negro se ele. vaba en columnas inmóviles, mágicas, dentro del aire oscuro. Cerca estaban las largas filas de casas, levantadas en líneas rectas siguiendo la ladera de la colina. Eran de ladrillo rojo oscurecido, frágiles, con techos de pizarra oscura. El sendero sobre el cual caminaban las hermanas era negro, apisonado por los pies de mineros recurrentes, y separado del campo por vallas de hierro; la portilla con escalones que llevaba de vuelta a la calle estaba reluciente por el frote de las pieles de topo de los mineros que pasaban. Ahora las dos muchachas pasaban entre algunas filas de casas del tipo más pobre. Mujeres con los brazos cruzados sobre sus toscos delantales, chismorreando de pie al final de su bloque, miraron a las hermanas Brangwen con esa mirada larga y ajena al cansancio de los aborígenes; los niños gritaron insultos.
            Gudrun continuó su camino medio aturdida. Si esto era vida humana, si éstos eran seres humanos que vivían en un mundo completo, ¿qué era entonces su propio mundo, fuera? Era consciente de sus medias verdes hierba, de su gran sombrero de terciopelo verde hierba, de su grueso y suave abrigo azul fuerte. Y se sintió como si estuviera caminando en el aire, inestablemente, con el corazón contraído, como si en cualquier momento pudiera verse precipitada al suelo. Estaba asustada. Se colgó de Ursula, que, a fuerza de costumbre, estaba hecha a esta violación de un mundo oscuro, increado y hostil. Pero su corazón gritaba todo el tiempo como si se encontrara en medio de alguna ordalía: «Quiero volverme, quiero irme, quiero no saberlo, no saber que esto existe.» Pero debía seguir adelante. Ursula podía percibir su sufrimiento.
            –Odias esto, ¿verdad? –preguntó.
            –Me deja atónita –murmuró Gudrun.
            –No te quedarás mucho –repuso Ursula.
            Y Gudrun continuó, aferrándose a la liberación.
            Se retiraron de la región minera siguiendo la curva de la colina y adentrándose en el campo, más puro del otro lado, hacia Willey Green. Persistía aún el débil tinte de negrura sobre los campos y las colinas boscosas, pareciendo brillar oscuramente en el aire. Era un día de primavera, gélido, con jirones de luz solar. Margaritas amarillas aparecían desde el fondo de los setos, y en los jardines de Willey Green los arbustos de arándanos estaban soltando las hojas, y unas florecillas se iban poniendo blancas sobre el gris aliso que colgaba desde los muros de piedra.
            Torciendo, atravesaron la carretera que discurría entre los altos taludes hacia la iglesia. Allí, en la curva más baja del camino, bajo los árboles, había un pequeño grupo de gente expectante, aguardando ver la boda. La hija del principal propietario del distrito, Thomas Crich, iba a casarse con un oficial de marina.
            –Volvamos –dijo Gudrun apartándose–. Está ahí toda esa gente.
            Y se quedó vacilando en el camino.
            –No te preocupes –dijo Ursula–, son buena gente. Todos me conocen. No importan.
            –¿Pero debemos cruzar entre ellos? –preguntó Gudrun.
            –De verdad que son bastante buena gente –dijo.
            Ursula adelantándose.
            Y las dos hermanas se aproximaron juntas al grupo de gente común inquieta y curiosa. Eran principalmente mujeres, esposas de mineros del tipo más perezoso.
            Tenían rostros curiosos, subterráneos.
            Las dos hermanas se mantuvieron tensas y fueron directas hacia la puerta. Las mujeres se abrieron para dejarlas pasar, pero de modo apenas suficiente, como si les molestase ceder terreno. Las hermanas pasaron en silencio a través del pórtico de piedra y subieron los escalones hasta la alfombra roja, donde un policía las contemplaba.
            –¡Vaya precio que tendrán las medias! –dijo una voz a espaldas de Gudrun.
            Una súbita y feroz rabia se apoderó de la muchacha, violenta y homicida. Le hubiese gustado aniquilar a todos, limpiar el lugar a fin de que el mundo quedase despejado para ella. Odiaba caminar por el sendero del patio de la iglesia, siguiendo la alfombra roja, continuando su movimiento a la vista de todos.
            –No entraré en la iglesia –dijo de repente con tal
decisión que Ursula se detuvo inmediatamente, giró y tomó por un pequeño sendero lateral que conducía a la pequeña puerta privada de la escuela, cuyos terrenos lindaban con los de la iglesia.
            Para descansar, Ursula se sentó un momento en el umbral de la puerta, sobre el muro bajo de piedra sombreado por los arbustos de laurel. Tras ella, el gran edificio rojo de la escuela se levantaba pacíficamente, abiertas todas sus ventanas por la fiesta. Sobre los arbustos, ante ella, se encontraban los tejados pálidos y la torre de la vieja iglesia. Las hermanas estaban ocultas por el follaje.
            Gudrun se sentó. en silencio. Su boca estaba cerrada, su rostro apartado. Se arrepentía amargamente de haber vuelto. Ursula la miró y pensó en lo sorprendentemente hermosa que era arrebatada por la turbación. Pero Gudrun provocaba una tensión en la naturaleza de Ursula, cierto cansancio. Ursula deseaba estar sola, liberada de la tirantez y el cerco de la presencia de Gudrun.
            –¿Vamos a quedarnos aquí? –preguntó Gudrun.
            –Sólo estaba descansando un minuto –dijo Ursula, levantándose como si hubiese sido reñida–. Iremos al rincón de la cancha y veremos todo desde allí.
            En ese momento el sol caía luminosamente sobre el patio de la iglesia, había un vago aroma de resina y primavera, quizá de violetas creciendo sobre las tumbas. Habían brotado algunas margaritas blancas, luminosas como ángeles. En el aire las ramas rígidas de un haya cobriza tenían color rojo sangre.
            Los carruajes empezaron a llegar puntualmente a las once. Hubo un estremecimiento en la muchedumbre de la puerta, una concentración al subir un carruaje; los invitados a la boda ascendían por los peldaños y pasaban sobre la alfombra roja hasta la iglesia. Todos estaban alegres y excitados porque brillaban el sol.
            Gudrun los observó cuidadosamente, con curiosidad objetiva. Vio a cada uno como una figura completa, como el personaje de un libro, como el tema de un retrato o una marioneta en un teatro, una creación terminada. Le encantaba reconocer sus variadas características, situarlas a su verdadera luz, proporcionarles sus propios ambientes, definir a esa gente para siempre según pasaban delante de ella siguiendo el sendero hacia la iglesia. Ella les conocía, estaban terminados, sellados y estampados a los efectos de ella. Ninguno tenía algo desconocido, sin resolver, hasta que empezaron a aparecer los propios Crich. Entonces se despertó su interés. Aquí había algo no tan preconcluido.
            Llegó la madre, la señora Crich, con su hijo mayor, Gerald. Era una figura singular y descuidada, a pesar de los esfuerzos que obviamente se habían hecho para ponerla a la altura del día. Su rostro era pálido, amarillento, con una piel clara, transparente; iba inclinada más bien hacia adelante, sus rasgos eran muy marcados, bonitos, con una mirada tensa, ciega, depredadora. Su pelo descolorido estaba despeinado, y algunas guedejas flotaban sobre su abrigo de seda azul oscuro provenientes del interior de su sombrero de seda azul. Parecía una mujer con una monomanía, casi furtiva, pero sólidamente orgullosa.
            Su hijo era un tipo apuesto, tostado por el sol, más bien por encima de la media en altura, bien hecho y casi exageradamente bien vestido. Pero había a su alrededor también la mirada extraña, guardada, el brillo inconsciente, como si no perteneciese a la misma creación que la gente de su alrededor. Gudrun se fijó en él al instante. Había en él algo septentrional que la magnetizaba. En su clara piel norteña y en su rubio cabello había un destello solar refractado por cristales de hielo. Y su aspecto era tan nuevo, tan no descorchado puro como una cosa ártica. Tenía quizá treinta años, quizá más. Su resplandeciente belleza, su virilidad como de lobo joven, jovial y sonriente, no la cegó para la significativa y siniestra fijeza de su porte, el amenazante peligro de su genio sin subyugar. «Su tótem es el lobo», se repitió ella. «Su madre es un lobo viejo y sin romper.» Y entonces experimentó un paroxismo agudo, un transporte, como si hubiese hecho algún descubrimiento horrible, conocido únicamente por ella en toda la Tierra. Un extraño transporte se apoderó de ella, todas sus venas estaban en un paroxismo de sensación violenta. «¡Buen Dios! –exclamó para sí–, ¿qué es esto?» Y entonces, un momento después, estaba diciendo con convicción: «Sabré más de ese hombre.» Le torturaba el deseo de verle otra vez, una nostalgia, una necesidad de verle otra vez, de estar segura de que no era todo un error, de que no se estaba engañando, de que sentía realmente esta sensación extraña y abrumadora a causa de él, este conocimiento de él en su esencia, esa poderosa aprehensión de él. «¿Estoy realmente elegida específicamente para él de algún modo, hay realmente algún oro pálido, alguna luz ártica que sólo nos envuelva a ambos?», se preguntó a sí misma. Y no podía creerlo; quedó abstraída, apenas consciente de lo que acontecía alrededor.
            Las damas de la novia estaban allí, pero el novio no había llegado todavía. Ursula se preguntó si algo iba mal y si la boda se estropearía por completo. Se sentía turbada, como si descansase eso sobre ella. Las principales damas de la novia habían llegado. Ursula las miró subir las escaleras. Conocía a una de ellas. Una mujer alta, lenta y renuente, con una cabellera rubia y un rostro pálido y largo. Era Hermione Roddice, una amiga de los Crich. Ahora se aproximaba con la cabeza alta, equilibrando un enorme sombrero plano de terciopelo amarillo pálido donde aparecían rayas de plumas de avestruz, naturales y grises. Se adelantó como si fuera apenas consciente, levantado su largo rostro blanqueado, para no ver el mundo. Era rica, llevaba un traje de terciopelo sedoso y frágil, color amarillo pálido, y de ella pendían' muchos pequeños ciclámenes de color rosa. Sus zapatos y medias eran de un gris amarronado, como las plumas de su sombrero; su cabello era pesado, y ella se movía hacia adelante con una peculiar fijeza de las caderas, un extraño movimiento involuntario. Era impresionante en su encantador amarillo pálido y rosa amarronado, pero al mismo tiempo macabra, algo repulsiva. Las gentes estaban silenciosas cuando ella pasaba, impresionadas, deseando lanzar vivas, pero por alguna razón silenciadas. Su rostro, largo y pálido, que llevaba algo levantado, al estilo de Rossetti, parecía casi drogado, como si una extraña masa de pensamientos se enroscasen dentro de ella en la oscuridad y nunca le permitiesen escapar.
            Ursula la contempló con fascinación. La conocía poco. Era la mujer más notable de los Midlands. Su padre era un barón de Derbyshire de la vieja escuela, ella era una mujer de la nueva escuela, densa y llena de intelectualidad, roídos los nervios por la consciencia. Estaba apasionadamente interesada por la reforma, su alma estaba entregada a la causa pública. Pero era mujer de un hombre, el mundo varonil era lo que le prestaba apoyo.
            Tuvo diversas intimidades de mente y alma con varios hombres de capacidad. Entre esos hombres Ursula sólo conocía a Rupert Birkin, que era uno de los inspectores escolares del condado. Pero Gudrun había conocido a otros en Londres. Moviéndose con sus amigos artistas en diferentes niveles sociales, Gudrun había llegado a conocer ya a muchas gentes de renombre y posición. Se había encontrado dos veces con Hermio– ne, pero no simpatizaron la una con la otra. Sería raro encontrarse de nuevo allí en los Midlands, donde su posición social era tan diversa, tras haberse conocido en términos de igualdad en las casas de varios conocidos en la ciudad. Porque Gudrun había sido un éxito social, y sus amigos pertenecían a la aristocracia ociosa que se mantiene en contacto con las artes.
            La propia Hermione sabía que estaba bien vestida; sabía que era socialmente igual, si no muy superior, que 'cualquiera de quienes podría encontrar en Willey Green. Sabía que era aceptada en el mundo de la cultura y del intelecto. Era una Kulturträger, un médium para el cultivo de las ideas. Ella se sentía unida a todo lo más elevado en la sociedad, en el pensamiento, en la acción pública o incluso en el arte; se movía entre los primeros, estaba en su casa con ellos. Nadie podía rebajarla, nadie podía burlarse de ella, porque ella pertenecía entre los mejores, y los que estaban contra ella estaban por debajo de ella, bien en rango o en riqueza, o en elevada asociación de pensamiento, progreso y entendimiento. En consecuencia, era invulnerable. Toda su vida había intentado hacerse invulnerable, inasaltable, más allá del alcance del juicio mundanal.
            Y, con todo, su alma se sentía torturada, expuesta. Incluso al caminar el sendero hacia la iglesia, por confiada que estuviese en que a todos los efectos estaba más allá de todo juicio vulgar, sabiendo perfectamente que su apariencia era completa y perfecta con arreglo a las primeras pautas, sufrió una tortura bajo su confianza y su orgullo, sintiéndose expuesta a heridas, a burla y a desprecio. Siempre se sintió vulnerable; siempre había un secreto resquicio en su armadura. Ella misma no sabía lo que era. Era una falta de yo robusto; carecía de suficiencia natural, había un vacío terrible, una deficiencia de ser dentro de ella.
            Quería alguien que cerrase esta deficiencia, que la cerrase para siempre. Ansiaba a Rupert Birkin. Cuando él estaba ella se sentía completa, era suficiente, íntegra. Durante el resto del tiempo ella se encontraba establecida sobre la arena, construida sobre un abismo, y a despecho de toda su vanidad y seguridades cualquier criado común de temperamento positivo y robusto podría lanzarla por ese pozo sin fondo de insuficiencia con el más leve movimiento de burla o de des precio. Y durante todo el tiempo la pensativa y torturada mujer apilaba sus propias defensas de conocimiento estético, cultura, visiones del mundo y filantropía desinteresada. Pero nunca pudo cerrar el terrible agujero de la insuficiencia.
            Si sencillamente Birkin formara con ella una conexión estrecha y segura, ella estaría a salvo durante este peligroso viaje de la vida. El era capaz de hacer que ella fuese sensata y triunfadora, triunfadora sobre los ángeles mismos del cielo. ¡Solamente si él quisiera! Pero estaba torturada por el miedo, por los recelos. Se ponía guapa, luchaba muy duro por alcanzar aquel grado de belleza y ventaja capaz de convencerle a él. Pero había siempre una deficiencia.
            El era perverso también. Luchaba por quitársela de encima, siempre intentaba quitársela de encima. Cuanto más se esforzaba ella por acercársele, más luchaba él para rechazarla. Y habían sido amantes durante años. Oh, era tan cansado, tan doloroso; y ella estaba
            El carruaje bajó ruidosamente por la colina y se aproximó. Las gentes lanzaron un grito. La novia, que apenas había alcanzado la parte superior de los escalones, se volvió alegremente para ver la causa de esa conmoción. Vio una confusión entre la gente, un vehículo ascendiendo y a su amante saltando del carruaje, esquivando los caballos y penetrando en la muchedumbre.
            –¡Tibs! ¡Tibs! –exclamó con súbita y burlona excitación mientras permanecía en lo alto del sendero, bañada por la luz del sol y agitando su ramo. El, que se infiltraba con el sombrero en la mano, no escuchó–. ¡Tibs! –exclamó ella otra vez mirando hacia él.
            El echó una ojeada hacia arriba, sin darse cuenta, y vio a la novia y al padre de pie sobre el sendero situado encima de él. Una mirada extraña y sorprendida invadió su rostro. Vaciló durante un momento. Luego reunió fuerzas para unirse a ellos de un salto.
            –¡Ah–h–h! –llegó el grito extraño y ahogado de ella cuando, por reflejo, se dio la vuelta y salió corriendo con agilidad impensable hacia la iglesia, acompañada por el ruido de sus pies blancos y su blanco traje. El joven se lanzó tras ella como un perdiguero, subiendo de dos en dos los escalones y adelantando al padre de la novia, sus caderas ágiles como las de un perdiguero que se aproxima a su presa.
            –¡Cómo va tras ella! –gritaron las mujeres vulgares debajo, súbitamente arrastradas al juego.
            Ella, con sus flores desparramadas como espuma, se apresuraba a doblar por el ángulo de la iglesia. Echó una ojeada atrás y, con un grito salvaje de risa y desafío, torció sin perder el equilibrio, desapareciendo tras el contrafuerte de piedra gris. Un segundo más tarde, el novio, inclinado hacia adelante por la carrera, había cogido el ángulo de la piedra silenciosa con la mano y se había lanzado fuera de vista, desapareciendo en la persecución sus ágiles y fuertes caderas.
            Gritos y exclamaciones de excitación estallaron inmediatamente entre la multitud que se agolpaba en la puerta. Y entonces Ursula percibió de nuevo la figura oscura y más bien inclinada del señor Crich esperando suspendida sobre el sendero, contemplando con rostro inexpresivo la carrera hacia la iglesia. Había terminado, y se volvió para mirar la figura de Rupert Birkin, que al instante se adelantó y se le unió.
            –Iremos a retarguardia –dijo Birkin con una leve sonrisa sobre el rostro.
            –¡Ay! –repuso lacónicamente el padre.
            Y los dos hombres caminaron juntos hacia arriba, por el sendero.
            Birkin era tan delgado como el señor Crich, pálido y de aspecto enfermizo. Su cuerpo era estrecho pero bien formado. Caminaba con una ligera desviación de un pie, que provenía exclusivamente del azoramiento. Aunque estaba vestido correctamente para su papel, había una incongruencia innata que provocaba un leve matiz de ridículo en su aspecto. Su naturaleza era lúcida y separada, no pegaba para nada en la ocasión convencional. Sin embargo, él se plegaba a la idea común, disfrazándose.
            Aparentaba ser persona común, perfecta y maravillosamente normal. Y lo hacía tan bien, adoptando el tono de sus ambientes, ajustándose tan rápidamente a su interlocutor y a su circunstancia, que lograba una verosimilitud de normalidad común que habitualmente ponía de su parte a los espectadores y les desarmaba, evitando que atacasen su singularidad.
            Ahora hablaba de modo fluido y agradable con el señor Crich, a .medida que caminaban por el sendero; jugaba con las situaciones como un hombre sobre una cuerda floja, pero siempre sobre una cuerda floja, pretendiendo únicamente un cómodo descanso.
            –Lamento que nos hayamos retrasado tanto –iba diciendo–. No pudimos encontrar una hebilla, por lo cual nos tomó mucho tiempo abrocharnos las botas. Pero ustedes no se retrasaron.
            –Somos puntuales habitualmente –dijo el señor Crich.
            –Y yo llego siempre tarde –dijo Birkin–. Pero hoy era realmente puntual, sólo un accidente me lo impidió. Lo lamento.
            Los dos hombres desaparecieron, no había nada más que ver por el momento. Ursula quedó pensando en Birkin. El la picaba, la atraía y la molestaba.
            Deseaba conocerle más. Había hablado con él una o dos veces, pero sólo al nivel profesional de su función como inspector. Ella pensaba que él parecía reconocer algún parentesco entre ambos, una comprensión natural, tácita, el uso de un mismo lenguaje. Pero la comprensión no había tenido tiempo para desarrollarse. Y algo la mantenía distante de él, al mismo tiempo que la atraía a él. Había cierta hostilidad, una última y escondida reserva en él, fría e inaccesible.
            A pesar de todo, ella deseaba conocerle.
            –¿Qué piensas de Rupert Birkin? –preguntó, algo a disgusto, a Gudrun. No quería ponerle en tela de juicio.
            –¿Que qué pienso de Rupert Birkin? –repitió Gudrun–. Pienso que es atractivo... decididamente atractivo. Lo que no puedo soportar de él son sus modales con otras gentes, su manera de tratar a cualquier pequeña estúpida como si la respetase absolutamente. Una se siente espantosamente vendida.
            –¿Por qué lo hará? –dijo Ursula.
            –Porque carece de una verdadera facultad crítica con la gente en cualquier caso –dijo Gudrun–. Ya te lo digo, trata a cualquier tontita como nos trata a ti o a mí... y eso es demasiado insulto.
            –Oh, lo es –dijo Ursula–. Es preciso discriminar.
            –Uno debe discriminar –repitió Gudrun–. Pero en otros aspectos es un tío estupendo, una personalidad maravillosa. Sólo que no se puede confiar en él.
            –Sí –dijo Ursula distraída. Se veía siempre forzada a asentir a los pronunciamientos de Gudrun, incluso cuando no estaba totalmente de acuerdo.
            Las hermanas se sentaban silenciosas, esperando que saliese la comitiva de la boda. Gudrun estaba impaciente por hablar. Deseaba pensar en Gerald Crich. Deseaba ver si era real el poderoso sentimiento que le había producido. Deseaba estar preparada.
            Dentro de la iglesia se celebraba la boda. Hermione Roddice sólo pensaba en Birkin. El estaba de pie junto a ella. Ella parecía inclinarse físicamente hacia él. Deseaba tocarle. Apenas podía estar segura de que él se encontraba cerca si no le tocaba. Con todo, se mantuvo dominada a lo largo de la ceremonia.
            Ella había sufrido tan amargamente cuando él no vino, que seguía aún atónita. Seguía aún roída como por una neuralgia, atormentada por su posible ausencia. Le había esperado en un débil delirio de tortura nerviosa. Mientras estaba allí de pie, pensativa, el gesto arrebatado de su rostro –que parecía espiritual y angélico pero que provenía de la tortura– le proporcionaba un cierto patetismo que desgarraba de piedad el corazón de él. Birkin vio su cabeza inclinada, su rostro arrebatado, el rostro de un éxtasis casi demoníaco. Al notar que él miraba, ella levantó la cara y buscó sus ojos, lanzándole una gran señal desde sus propios y hermosos ojos grises. Pero él evitó su mirada y ella hundió su cabeza en el tormento y la vergüenza, mientras continuaba royéndose el corazón. Y él también estaba torturado por la vergüenza y un definitivo desagrado, sintiendo hacia ella una aguda piedad, porque no deseaba encontrarse con sus ojos, no deseaba recibir su llamarada de reconocimiento.
            La novia y el novio se casaron, el grupo penetró en la sacristía. Hermione se aplastó involuntariamente contra Birkin para tocarle. Y él lo soportó.
            Fuera, Gudrun y Ursula oían a su padre tocando el órgano. Con certeza disfrutaba tocando una marcha nupcial. ¡Ahora estaba saliendo la pareja de recién casados! Las campanas tañían estremeciendo el aire. Ursula se preguntaba si los árboles y las flores podían sentir la vibración y qué pensaban de este extraño movimiento en el aire. La novia parecía bastante recatada del brazo del novio, que contemplaba el cielo abriendo y cerrando inconscientemente los ojos, como si no estuviese ni aquí ni allá. Su aspecto era más bien cómico, parpadeando e intentando estar a tono, cuando emocionalmente era violado por su exposición a una muchedumbre. Tenía el aspecto de un marino 'típico, varonil y voluntarioso.
            Birkin llegó con Hermione. Ella tenía una mirada arrebatada y triunfante, como de ángel caído restaurado pero sutilmente demoníaco aún, y sujetaba a Birkin por el brazo. El estaba inexpresivo, neutralizado, poseído por ella como si fuese su destino indiscutible.
            Salió Gerald Crich, rubio, guapo, saludable, con una gran reserva de energía. Se mantenía derecho y completo, había algo extrañamente furtivo brillando a través de su aspecto amistoso, casi feliz. Gudrun se levantó bruscamente y partió. No podía soportarlo. Deseaba estar sola, conocer esa inoculación extraña y aguda que había cambiado todo el humor de su sangre.
(Fragmento)

Lawrence, D.H.– Mujeres enamoradas

Women in Love / Ken Russell



Año: 1969
Duración: 129 min.
País: Reino Unido
Director: Ken Russell
Guión: Larry Kramer (Novela: D.H. Lawrence)
Música: Georges Delerue
Fotografía: Billy Williams
Productora: MGM / Brandywine Productions
Premios: Oscar: Mejor actriz (Glenda Jackson). 4 nominaciones
Sinopsis: Dos hermanas, una maestra y otra escultora, traban relación con dos hombres entre los que existe una extraña amistad. Juntos acuden a una fiesta donde ocurre un accidente de resultas del cual el padre del novio de la joven maestra se hace cargo de su negocio. Filmaffinity













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