Fedra (1962)



 



Fedra 
Film  Jules Dassin
Tragedia  Hipólito de Eurípides

Amor Profano: la historia de Fedra 
por Julíán Marías
La actriz griega Melina Mercouri alcanzó fama con una película dirigida por Jules Dassin y titulada “Never on Sunday” (Nunca en Domingo). Una película extraordinaria de invención, de fuerza, de vitalidad, que revelaba a una actriz también extraordinaria, definida por esas mismas calidades. Jules Dassin era director –admirable- y actor –hábil nada más, y en una papel sumamente falso, que hacía perder no poco a la película-. Esta no ha llegado a España, lo cual es muy lamentable y se debería remediar –nunca es tarde, si la dicha es buena-, porque “Nunca en Domingo” no es sólo una película excelente sino distinta de lo que suele verse.
En gran parte, por el excepcional talento y las dotes de Melina Mercouri, por su artística espontaneidad, su desenfado, su profunda alegría, la potencia de su fuerte feminidad. Si por su tema nos privamos de ella, somos infieles a gran parte de nuestra mejor tradición literaria, desde el Arcipreste de Hita a “La Celestina” o “La Ingeniosa Elena” de Salas Barbadillo.
Ahora, en cambio hemos podido ver otra película del mismo director, con la misma actriz: “Fedra” (Phaedra, 1962) (en México pasó como Amor profano). Esta vez, Dassin no es actor; acompañan a Melina Mercouri, es decir Fedra, el marido Raf Vallone y el hijastro Anthony Perkins. El director y los tres actores han llevado a cabo una obra de rara perfección.

Otra vez el viejo mito, la trágica historia de amor, culpa y muerte que han contado Eurípides, Senéca, Racine, Unamuno. Ahora son griegos actuales. Un opulento armador griego, su mujer, Alexis, hijo de un primer matrimonio de su padre con una inglesa: es “el hijo de la extranjera”. Este reside en Londres, donde se supone estudia economía; en lugar de eso pinta. Su padre, que ha levantado un imperio naviero cada vez más poderoso, quiere que el hijo vaya a Grecia y trabaje con él; encarga a Fedra que vaya a Londres, que convenza al muchacho y lo lleve a Atenas. Fedra encuentra al hijastro en el Museo Británico; desde niño había sentido aversión y hostilidad hacia la mujer que había sustituido a su madre, divorciada y vuelta a casar; ahora se encuentra delante de ella. La historia de este enfrentamiento, el nacimiento de una simpatía mutua, de una complacencia recíproca, de una incipiente intimidad, está contada con mano maestra. Las escenas de la presentación en el museo, la cena en el restaurante, el baile, los largos paseos por la ciudad, son de una extraordinaria belleza y finura. Después el violento amor de Fedra, imperioso, predatorio; la débil resistencia de Alexis, su “dejarse querer”, sus entirse envuelto en la enérgica onda de sensualidad y apasionamiento de la mujer de su padre.
La historia es bien conocida, y se ajusta en gran parte a la tradición clásica. Hay una nodriza fiel, y un destino trágico que se anuncia muy pronto y se manifiesta en el gesto, los andares, las palabras de Fedra. Sobra probablemente el episodio de la muchacha, sobrina de su padre, con quién se pretende casar a Alexis. Es admirable, en cambio la introducción de un “coro trágico” representado por las mujeres y las madres de los marineros de un barco que hemos visto botar –el “Fedra”-, que han muerto en su naufragio. Por medio de ellas, indiferente, hosca y hostil, absorta en su pasión y en su dolor egoísta, cruza Fedra, que va a declarar a su marido su amor por el hijo y su decisión de que el matrimonio no se celebre. Entonces se desencadena la tragedia.
Porque se trata de eso, nada menos; y Dassin y sus personajes han sabido conservar su sustancia. Melina Mercouri no llega a la altura de “Nunca en Domingo”, pero muestra que puede hacer muchas cosas; Anthony Perkins es un nuevo Hipólito que consiente y se deja llevar, que coopera al vendaval de amor culpable, con una débil resistencia; el padre, Raf Vallote, que es el que tiene más fuerte amor de los tres, más verdadera pasión, da a su papel una fuerza que en otras versiones no tiene; es, comparativamente, el mayor acierto. La nodriza abnegada, entregada, fanática y sumisa, que vive para Fedra, la avisa, la amonesta y al mismo tiempo le sirve sin restricción, hasta ayudarla a morir en una escena de contenida tensión, es una figura difícilmente olvidable si se repara en ella, si no se la pasa por alto.
¿Y la tragedia? Como es moderna tiene más intervención en ella la libertad que el destino. En todo caso, no se trata de un destino exterior, impuesto desde fuera, inevitable, sino de un destino aceptado, apropiado, consentido. Sólo así lo comprende el hombre de nuestro tiempo, sólo asi se conmueve con él. Pero ¿es que no lo entiende? ¿De verdad se conmueve? Me ha parecido advertir una sorda reacción en el público, con la que otras veces he tropezado, que alguna ha hecho notar: lo que podría llamarse una “resistencia a la pasión”. Cada vez que ésta se manifiesta enérgicamente en la pantalla, se advierte en la sala un sofocado movimiento de repulsa o de desvirtuación, de no “tomarlo en serio”. ¿No es esto grave?
Aristóteles, gran teórico de la tragedia, la atribuía la virtud de la catarsis, de la purificación de las pasiones mediante el temor y la compasión. Si no me engaño, el público español de hoy no siente compasión y elude el temor –hablo, claro está de la reacción “media” y “corporativa”, sean cuantas se quiera las excepciones individuales-. No creo que salga “purificado”, sino más bien irritado, quizá un tanto resentido. No es fácil explicar por qué.
Si tuviera que aventurar una explicación, y a riesgo de equivocarme, diría esto. Nuestra sociedad, al menos su torso central, las amplias clases medias de estos últimos decenios, ha “renunciado” a las pasiones. No quiere esto decir que no “puede” sentirlas, aunque es poco probable, sino que las siente “ajenas” –probablemente no acepta más que la “pasión” política, que es muy otra cosa-. Entonces la situación que tenía presente Aristóteles se invierte: la tragedia purificaba al espectador de las pasiones que en principio tenía, es decir, que le pertenecían, al menos como posibilidad o conato; pero si las pasiones son “ajenas”, si no son de uno, esta descarga emocional no se puede producir; más bien al contrario, su presencia exterior, en el escenario o en la pantalla, produce una extraña irritación, una exasperación de ciertos fondos del alma que no han hecho esa renuncia; se produce algo así como una carga eléctrica inducida, y falta la proximidad o el contacto necesario para que ocurra la descarga. El espectador siente removidos los posos de su alma, pero no conmovida la estructura total de ésta, y sale con una vaga impresión de frustración, acaso de mutilación.
Si esto es así –no estoy seguro, es sólo una conjetura aventurada-, estamos expuestos a muchas cosas. Urge restablecer la armonía y la complejidad del alma humana. Al hombre hay que darle siempre “lo suyo”; y una de las cosas que le pertenecen es la pasión y la posibilidad de la tragedia.

 (Publicada originalmente el 4 de mayo de 1963 y se encuentra recopilada en el libro “Visto y no visto” de Julián Marías, editado por Guadarrama en 1970.)




Phaedra / Jules Dassin

Año: 1962 
Duración: 115 min.
País: [Grecia]
Director: Jules Dassin
Guión: Jules Dassin, Margarita Lymberaki (Obra: Eurípides) 
Música: Mikis Theodorakis 
Fotografía: Jacques Natteau (B&W)
Reparto: Melina Mercouri, Anthony Perkins, Raf Vallone, Elizabeth Ercy, Tzavalas Karousos, Zorz Sarri, Andreas Filippides
Productora: Coproducción Grecia-Francia-USA; Joele / Melinafilm
Género: Drama
Sinopsis: Fedra es la esposa de Thanos, un millonario armador griego que antes estuvo casado con una mujer inglesa con la que ha tenido un hijo, Alexis, que vive en Londres, lejos del padre. Cuando Thanos se entera que Alexis ha dejado sus estudios, ruega a Fedra que viaje a Inglaterra para persuadir al joven de sus planes. Fedra no quiere viajar, porque sabe que el muchacho siente aversión por ella, aunque finalmente cederá ante la insistencia de su marido. El encuentro es muy distinto al imaginado: ambos simpatizan súbitamente y pronto serán presas de una violenta pasión. Filmaffinity











Disparen sobre el pianista (1960)


 


Disparen sobre el pianista (1960) 
Film: François Truffaut
Novela: David Goodis


Disparen sobre el pianista (Fragmento)
No había luces de alumbrado, no había ninguna clase de luces. Era un estrecho callejón en la sección del puerto de Richmond, de Filadelfia. Desde el cercano Delaware llegaba un viento frío, advirtiendo a los gatos del callejón que mejor buscaran un lugar más abrigado. Una tardía ráfaga de noviembre repiqueteaba contra las oscurecidas ventanas, y hería los ojos del hombre caído en la calle.
Estaba arrodillado cerca del cordón, respirando agitado, escupiendo sangre y preguntándose seriamente si su cráneo estaría fracturado. Había corrido a ciegas, su cabeza baja, así que por supuesto no había visto el poste de teléfonos. Se había estrellado de cara contra él, primero. Luego rebotado y caído en el empedrado; entretanto, buscaba la forma de llamar de algún modo a una noche así.
—Pero no puedes, se dijo, tienes que levantarte y seguir corriendo.
Se levantó lenta, torpemente. Había una gran hinchazón en el lado izquierdo de su cabeza, su ojo y su pómulo izquierdos estaban bastante magullados y el interior de su mejilla sangraba demasiado en el lugar donde se había golpeado al dar contra el poste. Pensó en el estado como se encontraría su cara, y alcanzó a hacer una mueca, diciéndose: —lo estás haciendo muy bien, Jim. Realmente estás en gran forma. Pero creo que lo conseguirás, decidió, y ahí estaba corriendo nuevamente, corriendo de repente muy ligero hacia las luces que indicaban la esquina, el coche cobrando más velocidad, el ruido del motor próximo a él.
Las luces de un letrero le mostraron la entrada a un callejón. Dobló, entró disparado en él, llegó hasta el final, y desembocó en otra callejuela estrecha.
—Quizá es ésta, se dijo. Quizá es la calle que quieres. No, tu suerte se está volviendo en tu favor pero no tanto. Pienso que tendrás que correr todavía bastante antes de encontrar tu calle, de ver ese letrero luminoso, el bar en el que Eddie trabaja, ese lugar llamado La Cabaña de Harriet.
El hombre siguió corriendo. Al final de la calle dobló y se metió en la siguiente, hurgando en la oscuridad en busca de un rastro del letrero luminoso. —Tienes que llegar ahí, se dijo. Tienes que dar con Eddie antes que ellos den contigo. Pero me gustaría conocer mejor esta vecindad. Quisiera que no estuviese tan frío y tan oscuro por aquí. Por cierto que no es una noche como para andar a pie. Especialmente si estás corriendo, agregó. Especialmente si estás huyendo de un Buick muy ligero con dos profesionales en él, dos operarios calificados, verdaderos expertos en su materia.
Llegó a otra intersección, miró al fondo de la calle y hacia el final ahí estaba: la lámpara naranja, el letrero luminoso de la taberna, en la misma esquina. Era un letrero muy viejo, con lámparas incandescentes separadas en lugar de tubos de neón. Faltaban algunas de las lámparas, las letras eran ilegibles. Pero quedaban suficientes como para que cualquier curioso pudiese ver que se trataba de un lugar para beber. Era La Cabaña de Harriet.
El hombre se movió lentamente ahora, casi tambaleándose a medida que se acercaba al lugar. Su cerebro estaba latiendo, sus pulmones, ávidos de aire, le parecían indistintamente helados o ardientes, no estaba muy seguro de cuál era en realidad su: estado. Y lo peor de todo, sus piernas estaban pesadas, y se volvían más pesadas, sus rodillas se doblaban. Pero siguió tambaleándose hacia la señal luminosa, cada vez más cerca, hasta que finalmente llegó junto a la puerta de entrada. La abrió y entró en La Cabaña de Harriet. Era un sitio sorprendentemente grande, de techos muy altos, y tenía por lo menos treinta años de antigüedad. No había gramófono, ni aparato de televisión. En ciertos lugares faltaba el empapelado y en otros estaba desgarrado. Mesas y sillas habían perdido su barniz, y el bronce de la barra del bar carecía de brillo. Sobre el espejo, detrás del bar, había una fotografía borrosa y parcialmente rasgada de un aviador muy joven, con su casco puesto y sonriéndole al cielo. La foto estaba rotulada "Lindy, el afortunado". Cerca había otra foto que mostraba a Dempsey agazapado y moviéndose hacia un técnico y calmo Tunney. En la pared contigua al lado izquierdo del bar había una pintura con marco que representaba a Kendrick, alcalde de Filadelfia durante el Sesquicentenario.
En el bar, la muchedumbre de los viernes a la noche estaba apiñada en tres o cuatro hileras. Muchos de los bebedores usaban mamelucos y pesados zapatos de trabajo. Algunos eran muy viejos, sentados en grupos en las mesas, los cabellos blancos y las caras arrugadas. Pero sus manos no temblaban cuando levantaban las jarras de cerveza y las copas de licor. Podían todavía sostener sus copas tan bien como cualquier cliente de la Cabaña, y llevaban el alcohol a sus labios con cierta digna apostura que les daba la apariencia de venerables ancianos en una convención municipal.
El lugar estaba verdaderamente atiborrado. Todas las mesas estaban ocupadas, y no había una sola silla libre para que pudiese repatingarse un fatigado recién llegado.
Pero el hombre fatigado no buscaba una silla. Buscaba un piano. Podía escuchar la música que venía del piano, pero no podía ver el instrumento. Una borrosa neblina de humo de tabaco y vapores del alcohol hacían que todo resultase vago, casi opaco. O quizá sea yo, pensó. Quizá esté casi listo, a punto de encallar.
Se movió. Avanzó tambaleándose entre las mesas, en dirección a la música. Nadie le prestó atención, ni siquiera cuando tropezó y cayó. A veinte minutos pasada medianoche, gran parte de los parroquianos de La Cabaña de Harriet estaban artificialmente alegres, o bien fuera de combate. Eran trabajadores del puerto de Richmond, que trabajaban duro toda la semana. Llegaban aquí para beber, y para beber aún más, para olvidar cualquier asunto serio, para ignorar cada uno y todos los problemas del demasiado real y demasiado tajante mundo que se extendía más allá de las paredes de la Cabaña. Ni siquiera prestaron atención al hombre que se incorporaba muy lentamente desde el aserrín del piso y se paraba con su cara machacada y su labio sangrante, haciendo muecas Y murmurando: —Puedo oír la música, bien. Pero ¿dónde está ese condenado piano?
Entonces se tambaleó nuevamente, tropezando con una pila de cajas de cerveza alineadas contra la pared que formaban una especie de pirámide. Siguió su contorno, sus manos tanteando el cartón de las cajas, hasta que finalmente no hubo más cajas y casi cae nuevamente.
Lo mantenía en pie la imagen borrosa del piano, especialmente la visión del pianista sentado en su banquillo circular, ligeramente encorvado y esbozando una sonrisa lejana e indiferente, sonriendo a nadie en particular.
El hombre de la cara magullada, las piernas cansadas, curiosamente alto y de anchos hombros, con un delgado mechón de cabellos rubios, se aproximó al piano. Llegó hasta detrás del pianista, puso una mano sobre su hombro, y dijo:
—Hola, Eddie.
No hubo respuesta del músico, ni siquiera un movimiento del hombro sobre el cual la pesada mano había ejercido una presión mayor. Y el hombre pensó: —Tan distante está, que ni siquiera te oye. Está totalmente ausente, lejos, con su música, y es una vergüenza que tengas que traerlo otra vez acá. Pero así son las cosas, no tienes elección.
—Eddie —dijo el hombre, más fuerte ahora—. Soy yo, Eddie.
La música prosiguió, el ritmo inflexible. Era un ritmo suave, deslizante, por veces quejoso y soñador, una corriente de placentero sonido, que parecía estar diciendo: Nada tiene importancia.
—Soy yo —decía el hombre, sacudiendo el hombro del músico—. Soy Turley. Tu hermano Turley.
El músico continuó con su música. Turley suspiró y sacudió lentamente la cabeza. Pensó: no puedes llegar a él. Es como si estuviese en una nube y nadie pudiese moverlo.
Pero de repente la melodía cesó. El músico se volvió lentamente, miró al hombre y dijo:
—Hola, Turley.
—De veras eres un tipo extraño —dijo Turley—. No me has visto en dieciséis años y me miras como si simplemente acabase de dar una vuelta a la manzana.
—¿Tropezaste con algo? —preguntó suavemente el músico, mirando la cara magullada, el labio sangrante.
Una mujer se levantó de la mesa vecina y se dirigió hacia una puerta marcada Damas. Turley vio la silla vacía, se apoderó de ella, la arrastró hasta el piano y se sentó. Un hombre desde la mesa gritó:
—Eh, usted, esa silla está ocupada.
Y Turley le dijo:
—Quédate tranquilo, Jim, ¿no ves que soy un inválido?
Se volvió hacia el músico, hizo una mueca y dijo:
—Sí, tropecé con algo. La calle estaba demasiado oscura y golpeé contra un poste.
—¿De quién huías?
—No de la ley, si estás pensando en eso.
—No estoy pensando en nada —dijo el músico. Era de estatura mediana, de tipo desgarbado, y andaba alrededor de los treinta. Estaba ahí sentado, sin expresión especial en su rostro.
—¿Para eso estás aquí? —dijo suavemente Eddy—. ¿Para meterme en algo?
Turley no replicó. Volvió lentamente la cabeza, mirando más allá del músico. La consternación se dibujó en su rostro, como si supiese lo que quería decir pero todavía no pudiera expresarlo.
—No tendrás suerte —dijo Eddie.
Turley suspiró. A poco que se desvaneció, apareció otra vez la mueca.
—Bien, de todos modos, ¿cómo te va?
—Muy bien, dijo Eddie.
—¿Sin problemas?
—De ninguna clase, todo anda muy bien.
—¿Incluso las finanzas?
—La paso bien —Eddie se encogió de hombros, pero sus ojos se encogieron ligeramente.
Turley suspiró otra vez.
Eddie dijo:
—Lo siento, Turley, estoy fuera del juego.
—Pero escucha…
—No —dijo Eddie—  no importa de qué se trate, no puedes meterme en ello.
—Pero carajo, lo menos que puedes hacer es…
—¿Cómo está la familia? —preguntó Eddie.
—¿La familia? —Turley parpadeó. Luego retomó el hilo—. Estamos todos muy bien. Mamá y papá están formidables.
—¿Y Clifton? —dijo Eddie.—  ¿Cómo está Clifton? —refiriéndose al otro hermano, el mayor.
La mueca de Turley se hizo más extensa.
—Bien, ya sabes cómo es Clifton. Siempre par ahí, a la pesca.
—¿Y pesca?
Turley no contestó. La mueca permanecía, pero pareció aflojarse un tanto. Entonces dijo:
—Has estado fuera mucho tiempo. Te extrañamos.
—¿Cómo supiste dónde encontrarme?
Eddie se encogió de hombros.
—Realmente te extrañamos —dijo Turley. —Siempre hablamos de ti.
Eddie miró fijamente a su hermano. La sonrisa distante se deslizó por sus labios. No dijo nada.
—Después de todo —dijo Turley—  eres de la familia. Nunca te pedimos que te fueras. Quiero decir que siempre eres bienvenido a nuestra casa. Lo que quiero decir es…
—¿Cómo supiste dónde encontrarme?
—En realidad no lo sabía. No al principio. Luego recordé que en la última carta que recibimos mencionaste el nombre de este lugar. Me imaginé que estarías todavía aquí. En todo caso, así lo esperé. Bien, hoy andaba por los alrededores y busqué la dirección en la guía de teléfonos.
—¿Hoy?
—Quiero decir esta noche. Quiero decir…
—Quieres decir: cuando las cosas se pusieron difíciles, me buscaste. ¿No es eso?
Turley pestañeó nuevamente:
—No te sulfures.
—¿Quién se sulfura?
—Estás encolerizado, pero lo disimulas bastante —dijo Turley. Luego comenzó otra vez con sus muecas. —Imagino que aprendiste ese truco viviendo aquí en la ciudad. Nosotros, la gente del campo, los comilones de melón de South Jersey no podemos aprender esa astucia. Siempre tenemos que mostrar nuestras cartas.
Eddie no hizo comentarios. Miró distraídamente el teclado y tocó unas pocas notas.
—Me metí en un lío —dijo Turley.
Eddie siguió tocando. Las notas en las octavas más altas, los dedos muy ligeros sobre el teclado, creando una especie de tema regocijado, garrulero.
Turley cambió su posición en la silla. Miró alrededor; sus ojos observaban sucesivamente la puerta de entrada, la del costado, y la que conducía a la salida trasera.
—¿Quieres oír algo realmente bueno? —dijo Eddie—. Escucha esto.
La mano de Turley bajó hasta los dedos que pulsaban el teclado. A través del desacorde resultante, su voz surgió urgente, algo ronca:
—Tienes que ayudarme, Eddie. Estoy realmente en un apuro. No puedes darme la espalda.
—Tampoco puedes envolverme en ello.
—Créeme, no quiero que te veas envuelto. Todo lo que te pido es que me dejes quedar en tu cuarto hasta mañana.
—No quieres decir quedarme. Quieres decir esconderme.
De nuevo Turley suspiró profundamente. Luego asintió.
—¿De quién? —preguntó Eddie.
—Dos buscalíos.
—¿De veras? ¿Estás seguro que son ellos los que armaron el lío? Quizá fuiste tú.
—No, fueron ellos —dijo Turley—. Me han hecho pasar tribulaciones desde temprano.
—Vamos al punto. ¿Qué clase de tribulaciones?
—Perseguirme. Han estado detrás de mí desde el momento que dejé Dock Street.
—¿Dock Street? —Eddie arrugó ligeramente el entrecejo—. ¿Qué estabas haciendo en Dock Street?
—Bien, estaba… Turley vaciló, tragó con dificultad, luego salteó Dock Street y dijo abruptamente:
—Condenado sea, no estoy pidiendo la luna. Todo lo que tienes que hacer es refugiarme una noche.
—Espera —dijo Eddie—. Volvamos a Dock Street.
—Mierda.
—Y otra cosa —siguió Eddy—. ¿Qué estás haciendo aquí en Filadelfia?
—Negocios.
—¿Qué clase de negocios?
Turley pareció no oír la pregunta. Respiró profundamente:
—Algo anduvo mal. Lo primero de que me entero es que tengo a estos dos colgados de mi cuello. Luego, lo que empeora todavía las cosas, quedé limpio de dinero. Fue en una dudosa casa de la Avenida Delaware, donde algún bromista me quitó la billetera. De no haber sido por eso, hubiera podido pagar mi traslado, al menos algún taxi con el cual trasponer los límites de la ciudad. Como estaban las cosas, sólo me habían dejado algunas monedas, por lo cual cada vez que tomaba un ómnibus estaban detrás de mí en un Buick de primera mano. Te digo de veras, ha sido un duro viernes para mí, Jim. De todos los malditos días en que he estado con los bolsillos vacíos…
—Todavía no me has dicho algo…
—Te daré la versión completa luego. Ahora estoy falto de tiempo.
Al tiempo que lo decía, Turley volvía la cabeza para echar otra mirada a la puerta que daba a la calle. En forma distraída sus dedos tocaron el golpeado costado izquierdo de su cara, e hizo una mueca de dolor. La mueca se desvaneció a medida que el vértigo reapareció, y comenzó a inclinarse de lado a lado, como si la silla tuviese ruedas y se estuviera moviendo en un pavimento desparejo. —¿Qué diablos pasa con el piso? —murmuró—. Sus ojos ahora entrecerrados. —¿Qué clase de basurero es éste? ¿No pueden siquiera tener quieto el piso? Ni siquiera es posible tener derecha la silla.
Comenzó a deslizarse de la silla. Eddie lo tomó por los hombros y lo sostuvo.
—Te pondrás bien —dijo Eddie—. Simplemente descansa.
—¿Descansa? —dijo vagamente—. ¿Quién quiere descansar? —El brazo de Turley ondeó flojamente para indicar el alborotado bar y las mesas abarrotadas—. Mira a esa gente divirtiéndose. ¿Por qué no puedo divertirme yo? ¿Por qué yo no…?
—Es malo —pensó Eddie—. Peor de lo que me figuré. Lo han estropeado seriamente ahí fuera. Pienso que lo que tendremos que hacer es…
—¿Qué le sucede? —dijo una voz.
Eddie miró y vio a Harriet, la propietaria de la Cabaña.
Era una mujer muy gorda de alrededor de cuarenta y cinco años. Tenía cabellos oxigenados, pechos inmensos y sobresalientes y tremendas caderas. A despecho de su excesivo peso, tenía sin embargo una cintura estrecha. Su rostro tenía un aire eslavo, su nariz de base ancha y ligeramente respingada, los ojos gris azulado, con cierta mirada que decía: si haces trato conmigo, haces buen trato. No tengo tiempo para rateritos, carteristas, o cualquier tipo de parásitos, fanfarrones y seudo-artistas. Trata de pasarte de listo y volarás a comprarte una dentadura nueva.
Turley se estaba deslizando nuevamente de la silla. Harriet lo atrapó al tiempo que se inclinaba hacia un lado. Sus gruesas manos lo sostuvieron firmemente de las axilas, mientras se aproximaba para examinar la hinchazón de su cabeza.
—Ha sido golpeado en forma —dijo Eddie—. Está realmente acabado. Pienso…
—No está tan terminado como parece —le cortó Harriet secamente—. Si no cesa de hacer lo que está haciendo, va a recibir más todavía.
Turley le había pasado un brazo por la cadera, y su mano se deslizaba a lo largo de la ultra-amplia y suavemente sólida curva. Ella se volvió, lo tomó por la muñeca y le apartó el brazo.
—Estás, o bien loco de borracho, o enloquecido a golpes, o simplemente loco —le informó—. Intenta eso otra vez y necesitarás que te enyesen la mandíbula. Ahora siéntate quieto mientras echo una mirada.
—Yo también echaré una mirada —dijo Turley. Y mientras la gorda mujer se inclinaba sobre él para estudiar su dañado cráneo, realizó un serio estudio de su busto de un metro diez. Nuevamente su brazo se deslizó por la cadera, nuevamente ella lo apartó.
—Te la estas buscando —le dijo, cerrando su puño—. ¿Realmente lo quieres, eh?
Turley parpadeó a la vista del puño.
—Siempre lo quiero, rubia. No hay hora del día en que no quiera.
—¿Te parece que necesita un doctor? —preguntó Eddie.
—Lo que necesito es una nodriza grande y gorda —balbuceaba Turley. La mirada perdida, como un idiota. Luego miró alrededor, como tratando de figurarse en qué lugar se encontraba. —Eh, díganme algo. Simplemente me gustaría saber…
—¿Qué año es? —dijo Harriet—. Mil novecientos cincuenta y seis, y la ciudad es Filadelfia.
—Pueden hacer algo mejor —dijo Turley algo más fuerte—. Lo que realmente quiero saber es… Pero la niebla lo envolvió otra vez y quedó sentado, mirando fijamente pasar a Harriet, a Eddie, la mirada vidriosa.
Harriet y Eddie lo miraron, luego se miraron. Eddie dijo: —Si sigue así necesitará una camilla.
Harriet echó otra mirada a Turley. Hizo su diagnóstico final, diciendo:
—Se pondrá bien. Los he visto así antes. En el ring. Un nervio es alcanzado y pierden toda la noción de lo que está sucediendo. Luego, lo primero que ves es que están de nuevo manos a la obra, y que lo hacen lo más bien.
Eddie estaba convencido solo a medias.
—¿Realmente piensas que se pondrá bien?
—Seguro lo hará —dijo Harriet—. Échale una mirada. Está hecho de roca. Conozco su clase. Reciben, y les gusta, y vuelven por más.
—Es cierto —dijo Turley solemnemente. Sin mirar a Harriet, estiró su mano para estrechar la de ella. Luego cambió de idea y su mano se dirigió en otra dirección. Harriet sacudió su cabeza en signo de desaprobación maternal. Una pensativa sonrisa iluminó sus endurecidas facciones, una sonrisa comprensiva. Bajó su mano hasta la cabeza de Turley, puso sus dedos entre sus desarreglados cabellos, desarreglándolos aún más, como haciéndole saber que La Cabaña de Harriet no era un lugar tan inhóspito como parecía, que era un lugar donde él podría descansar un momento y reponerse.
—¿Quién lo conoce? —dijo a Eddie—. ¿Quién es?
Antes que Eddie pudiese responder, Turley salía nuevamente de un neblinoso paseo diciendo:
—Miren aquello del otro lado del salón, ¿qué es?
Harriet le habló suavemente, en forma casi clínica:
—¿Qué querido? ¿Dónde?
El brazo de Turley se alzó. Trató de señalar. Le llevó considerable esfuerzo y finalmente lo logró.
—¿Quieres decir la camarera? —preguntó Harriet.
Turley no pudo contestar. Tenía sus ojos fijos en el rostro y el cuerpo de la morocha que estaba en el extremo del salón. Tenía puesto un delantal y llevaba una bandeja.
—¿Realmente te gusta eso? —preguntó Harriet. Le desarregló los cabellos. Guiñó un ojo a Eddie.
—¿Si me gusta? —dijo Turley—. He estado buscando durante mucho tiempo algo por el estilo. Es la clase de material que aprecio. Quiero conocerla. ¿Cómo se llama?
—Lena.
—Está muy bien —dijo Turley. Se restregó las manos—. Realmente está muy bien.
—Entonces, ¿cuáles son tus planes? —preguntó Harriet lentamente, como si lo dijese en serio.
—Cuatro bocados es todo lo que necesito —el tono de Turley era preciso y técnico—. Una copa para mí y una para ella. Eso hará que la cosa funcione.
—Seguro que lo hará —dijo Harriet, diciéndolo más para sí misma y con genuina seriedad, sus ojos dirigidos ahora a través de la repleta Cabaña, enfocados en la camarera. Y luego, a Turley—. Si piensas que tienes chichones ahora, tendrás verdaderos chichones si das algún paso en ese sentido.
Miró a Eddie, esperando algún comentario. Eddie se había desentendido del asunto. Volvió su cara al teclado. Su cara mostraba la sonrisa indiferente y lejana y nada más.



Tirez sur le pianiste / François Truffaut





Año: 1960
Duración: 80 min. 
País: Francia
Director: François Truffaut
Guión: François Truffaut & Marcel Moussy (Novela: David Goodis) 
Música: Georges Delerue 
Fotografía: Raoul Coutard 
Reparto: Charles Aznavour, Marie Dubois, Nicole Berger, Albert Rémy, Claude Mansard, Daniel Boulanger,Michèle Mercier, Richard Kanayan 
Productora: Les Films du Carrosse 
Género: Drama. Thriller | Crimen. Música. Nouvelle vague 
Sinopsis: Charlie Kohler, antiguamente un gran concertista de piano, trabaja ahora como pianista en un popular cabaret de una ciudad. Charlie se las ha arreglado para ocultar a todos y mantener en secreto su misterioso pasado, pero, inesperadamente, aparece uno de sus hermanos pidiéndole ayuda. Filmaffinity

























Don Quijote de Orson Welles (1992)







Don Quijote de Orson Welles 
Film Orson Welles
Novela Miguel de Cervantes
La voz de Orson Welles y el silencio de Don Quijote
Jorge Volpi 

1
En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor. Una olla de algo más vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados, lentejas los viernes, algún palomino de añadidura los domingos, consumían las tres partes de su hacienda. El resto della concluían sayo de velarte, calzas de velludo para las fiestas, con sus pantuflos de lo mesmo, y los días de entresemana se honraba con su vellorí de lo más fino. Tenía en su casa una ama que pasaba de los cuarenta y una sobrina que no llegaba a los veinte, y un mozo de campo y plaza, que así ensillaba al rocín como tomaba a la posadera. Frisaba la edad de nuestro hidalgo con los cincuenta años. Era de complexión recia, seco de carnes, enjuto de rostro, gran madrugador y amigo de la caza. Quieren decir que tenía el sobrenombre de “Quijada” o “Quesada”, que en esto hay alguna diferencia en los autores que deste caso escriben, aunque por conjeturas verisímiles se deja entender que se llamaba “Quijana”. Pero esto importa poco a nuestro cuento: basta que en la narración dél no se salga un punto de la verdad… 
Si bien resulta poco original iniciar un relato con estas fatídicas líneas, advierto en mi descargo que en esta ocasión no hay que fijarse demasiado en las palabras, invocadas hasta la saciedad por Cervantes, Borges, Pierre Menard y una larga cohorte de glosadores, sino en la voz que ahora las pronuncia: esa voz pastosa y adhesiva, enérgica como un vino añejo, categórica y rotunda; esa voz que, de tener color, se acercaría al violáceo del crepúsculo; esa voz palpitante y bulliciosa que recuerda a un niño envejecido o a un viejo incapaz de madurar; esa voz honda e insolente, delicada con los matices y los medios tonos, implacable con la sintaxis, vibrante como un órgano o un coral de Bach; esa voz antigua, eterna, prehistórica. Esa voz, en fin, que no lee por encima ni recuerda de memoria, que no balbucea ni se diluye en un eco, esa voz que pronuncia cada sonido, cada letra y cada sílaba como si las extrajera de la nada. 
Convengamos en la imposibilidad de apreciar la voz de Cervantes: la ausencia de magnetófonos en el Siglo de Oro nos priva de su acento de esclavo, fallido dramaturgo o recaudador de impuestos, y acaso sea mejor así: a fin de cuentas poseemos esta otra voz, entronizada entonces como la única posible. Los invito a escuchar atentamente: perciban sus modulaciones, gocen de su ritmo y su fraseo, maravíllense con su armadura polifónica y su equipaje armónico, asómbrense con las disonancias en sordina, disfruten la riqueza de sus articulaciones y la pasmosa variedad de sus silencios. Bastan unos instantes para constatar que se trata de la voz ideal para este libro, de la voz creada para narrar las andanzas del ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha. 
Ustedes tienen razón: nada hay de novedoso en iniciar otra aventura llena de falsos caballeros andantes y doncellas simuladas, ideales truncados, engaños, monstruos y esperpentos con las mismas frases de Cervantes pero, por increíble que parezca, esta historia también comienza así, con la impertinente voz de Orson Welles: 
—En un lugar de la Mancha… 

2
Encomio de la gordura
¿Era Cervantes delgado u obeso? Los retratos existentes no permiten deducirlo con certeza: la idea de dibujar a un prisionero manco limitaba demasiado la imaginación de los artistas. Aceptemos entonces que, debido al insidioso poder de los libros, tendemos a confundir a la criatura con su creador y a forjar así un don Miguel tan recio y enjuto como el Caballero de la Triste Figura. Pero, ¿y si en realidad Cervantes escondía bajo su jubón una barriga pantagruélica o, seamos precisos, sanchopancesca? ¿Y si el autor del Quijote nunca se identificó con el volumen corporal de su protagonista y sí con el de su caprichoso escudero? ¿De verdad resulta tan absurdo —u ofensivo— adosarle a Cervantes un vientre monumental, un culo adiposo o una espléndida papada, el perfil opuesto al de su idílico héroe? 
Como un añejo prejuicio nos lleva a pensar que todos los creadores son melancólicos, solemos revestirlos con la flacura, la levedad y el tedio propios de este soso temperamento. ¿Un Cervantes gordinflón? ¡Horror! ¡Suena tan blasfemo como un Cristo rechoncho y mofletudo! En nuestras estrechas mentes, perspicaz y rollizo conforman un perverso oximoron. No deberíamos olvidar, sin embargo, que la historia de la literatura está plagada de gordos; no de simples orondos o robustos, sino de gordos de veras mastodónticos: nada impide aventurar que un troglodita haya sido el autor del más esmirriado de los caballeros. 

3
Tal vez la relación entre el peso y el talento sea una de las causas de la fascinación que siempre padeció Orson Welles, el más gordo de los directores de cine —y acaso también el de mayor genio—, hacia el enteco y demacrado don Quijote. En una empresa que se ha calificado con excesiva obviedad de quijotesca, durante casi tres décadas Welles se empeñó en filmar una adaptación de la obra de Cervantes. Invirtiendo sus propios recursos —siempre escasos a causa de sus eternos combates con los productores—, acompañado por un reducido número de ayudantes —seis personas en el mejor de los casos, incluyendo a Pola Negri, su tercera esposa— y un excéntrico trío de actores, el director nacido en Kenosha, Wisconsin, en 1915, no se cansó de filmar cientos de rollos de película muda, viajando de un país a otro, obsesionado con culminar su absurda y redundante gesta. 
El rodaje se inició en México, en el verano de 1957, y veinticinco años después, en 1982, en una de tantas entrevistas, Welles aún se daba el lujo de declarar: 
OW: Es muy interesante que Cervantes haya planeado escribir un cuento. Por casualidad, yo tenía la idea de escribir y hacer un corto. Pero la figura de don Quijote te atrapa, igualque la de Sancho Panza, y cargas con ellos para siempre. No tienen final. Pero se han convertido en fantasmas, comienzan a desvanecerse, como una vieja película, como fragmentos de una vieja película. Eso es lo que debo hacer. Hemos estado hablando de películas de ensayo, pero no le he dicho que me gustaría hacer otras tomas para ésta, ahora con el tema de España. España y las virtudes españolas, y sus vicios, pero especialmente sus virtudes. Porque Cervantes escribió una figura cómica. Un hombre que se vuelve loco leyendo viejas novelas. Y que terminó escribiendo la historia de un caballero de verdad. Cuando terminas con el Quijote sabes que se trata del caballero más perfecto que alguna vez haya peleado con un dragón. Y se ha necesitado el turismo, usted sabe, y las modernas comunicaciones, e incluso quizás la democracia, para destruirlo, y si no para destruirlo al menos para diluir esta extraordinaria característica española. Este será el tema de mi ensayo sobre don Quijote y España cuando lo termine. Y lo voy a lograr porque no costará mucho dinero y será un gran placer hacerlo. ¿Sabe cuál será el título? ¿Cuándo es que usted va a terminar Don Quijote? Así se llamará. 
LM: ¿Porque usted ha escuchado esta frase muchas veces?
 OW: Sí, muchas veces. Sí. Y ya que se trata de mi pequeña película que pago con mi dinero, no entiendo por qué no molestan a otros autores y les dicen: “¿Cuándo va a terminar Nellie, la novela que comenzó hace diez años?” Usted sabe, es mi trabajo. 
LM: Suena así desde que lo empezó, hace alrededor de veinticinco años, ¿no es verdad? 
OW: ¡Oh, Dios! Sí. 
LM: Pero sus dos actores han muerto ya, ¿no es cierto? 
OW: Sí, los dos han muerto. Pero no los necesito. Los necesito porque los amo, pero no los necesito para la película. (1) 
Welles murió en su mansión de Hollywood el 10 de octubre de 1985, tres años después de pronunciar estas palabras, debido a una crisis cardiaca inevitablemente asociada con su obesidad, sin haber concluido su anhelada película. En su testamento ordenó que sus cenizas fuesen esparcidas en una finca a varios kilómetros de Sevilla, donde pasó algunos de los mejores momentos de su juventud. No es necesario sugerir que el viento pudo esparcir el polvo hasta la Mancha —la falta de sutileza le hubiese ofendido—, ni resaltar que ya nadie se acuerda del nombre del lugar. 

4
En la memoria de incontables admiradores permanecen nítidas las imágenes de Citizen Kane (1941) que muestran a un Orson Welles joven, dueño de una belleza intensa y viril. Entonces su rostro poseía una mandíbula severa, unos pómulos enérgicos y una frente amplia y poderosa, y su cuerpo, robusto y fuerte, parecía el complemento perfecto del carácter bilioso y atrabiliario de William Randolph Hearst. Muchos años después, Welles confesó que cuando filmó esas escenas no le quedó otro remedio que embutirse una apretada faja. En contra de lo que creían sus admiradores, a sus veintiséis años lo habían maquillado para que pudiese representar su verdadera edad. Desde la adolescencia, Welles estaba predestinado a esa forma de la grandeza que es la gordura. 

5
Siete años después del fallecimiento de Welles, uno de sus antiguos asistentes, el malogrado cineasta español Jesús —o Jess— Franco, presentó durante la Exposición Universal de Sevilla una espuria versión de Don Quijote realizada a partir del ingente material dejado por el maestro. La tarea de reconstruir la película estaba condenada al fracaso: Welles se había cuidado de no marcar ninguno de los rushes, de modo que nadie excepto él pudiese reconocer el orden de las escenas. El mensaje era claro: si él no terminaba su Quijote, nadie debía hacerlo. Por si este argumento no bastara, cuando alguien le preguntó a Welles si aún poseía el guión, acaso imaginando la posibilidad de realizar un montaje sin su consentimiento, éste señaló la novela de Cervantes. 
Paradójicamente titulado Don Quijote de Orson Welles (2) , el filme de Franco es todo menos eso: una torpe acumulación de secuencias que en el mejor de los casos refrenda el talento de su mentor, pero traiciona una y otra vez el proyecto detallado por Welles en decenas de artículos, charlas y entrevistas. Con absoluto descaro, Franco y sus compinches inventaron un don Quijote espurio, distinto o contrario al imaginado por el director estadounidense, convirtiéndose así, sin darse cuenta, en los torpes epígonos del odioso rival de Cervantes, el infame Alonso Fernández de Avellaneda.

6
El silencio y la voz
Sólo si uno ignora por completo la vida y la obra de Welles —y su estilo— puede atreverse a repetir la necia pregunta que le formularon cientos de reporteros hasta el día de su muerte: 
—Perdone, señor Welles, ¿por qué nunca terminó Don Quijote
Como ocurre con la Inconclusa de Schubert, las cuestiones esenciales son otras: ¿por qué Welles rodó su Don Quijote durante tantos años? ¿Por qué continuó hablando de este proyecto como si estuviese a punto de acabarlo? ¿Por qué pensó en él en primera instancia? ¿Y por qué, según sus propias palabras, nunca logró desprenderse de los personajes de Cervantes y tuvo que “cargar con ellos” hasta el final de sus días? 
Las respuestas no deben limitarse a una tosca comparación entre Welles y don Quijote: aducir tal semejanza representa un error tan craso como identificar a Cervantes con su protagonista. Welles nada tenía de quijotesco, al menos en el sentido habitual del término: no era un idealista ni un loco, y ni siquiera era bueno; no se veía como un héroe incomprendido y desde luego nunca confundió a una sirvienta con una dama. Todo lo contrario: Welles era arrogante y expansivo, seguro de su talento, arrollador, desenfrenado e implacable. En una palabra: genial. Y las mujeres que solía perseguir distaban mucho de encarnar remilgadas Dulcineas: por el contrario, a él le fascinaban las actrices de moda —las princesas de nuestra época— que sólo más adelante, una vez sometidas al tedio y a la rutina que el director les imponía, demostraban su naturaleza de mujeres comunes. 
Los motivos que llevaron a Welles a perseguir a don Quijote deben buscarse, pues, en otra parte: no en su héroe, sino en su vocación de narrador. Acaso lo más significativo de su pasión o su manía —un psicoanalista gozaría al conocer este detalle— era que Welles siempre pensó realizar un Don Quijote mudo. O, para ser más precisos, casi mudo: las aventuras del Ingenioso Hidalgo transcurrirían silenciosamente en la pantalla mientras el mismo Welles se encargaría de comentar en off cada uno de sus lances (3) 
Arrogante y soberbio, el creador de Citizen Kane no aspiraba a convertirse en un simple personaje de la trama —ni siquiera en su protagonista—, sino en el narrador único de la historia. Por ello decepciona tanto la fraudulenta versión de Jess o Jesús Franco, devorada por las voces del irrespetuoso grupo de comediantes españoles que se atrevieron a doblarla. Welles soñaba con una película en la cual sólo se escuchara su voz. Porque la aspiración de Welles no era convertirse en don Quijote, sino en Cervantes. 

7
Volvamos al inicio de esta historia. Corre el año de 1957 y Welles acaba de concluir la filmación de Touch of Evil, en la que ha participado como director, actor y guionista. Enemistado con el productor Albert Zugsmith, quien le impide participar en el montaje, Welles decide viajar a México para iniciar la filmación de su Quijote. Permanece allí entre el 29 de junio y el 28 de agosto, y luego realiza una segunda estancia entre octubre y noviembre del mismo año. El rodaje se lleva a cabo en las afueras de la capital, en Puebla, Tepoztlán, Texcoco y Río Frío (4) A su regreso a Estados Unidos, Welles anticipa a sus amigos que la película está casi terminada. 
Welles había elegido México como escenario de Don Quijote por razones estratégicas: cuando Misha Auer quedó descartado como posible protagonista —en el verano de 1955 había filmado con él unas escenas de prueba en España—, Welles escogió a Francisco Reiguera, un actor español naturalizado mexicano. Nacido en Madrid en 1888, Reiguera había combatido en el bando republicano y, tras el triunfo de Franco en 1939, había tenido que huir de su patria, a la cual tenía prohibido regresar. Exiliado en México, había participado en numerosas películas, entre las que destacaba Simón del desierto de Buñuel, e incluso más tarde habría de dirigir un par de producciones sin mucho éxito (5). Reincidiendo en otra de sus típicas paradojas, Welles eligió para representar al personaje por excelencia de la literatura española a un español que no podía entrar en España: un Quijote trasterrado, un Quijote doblemente triste. 
Observando las deshilachadas tomas editadas por Jesús —o Jess— Franco, no hay duda que Reiguera parecía la mejor elección posible: era naturalmente “recio, seco de carnes, enjuto de rostro”, como exigía Cervantes, dotado con esa mezcla de fragilidad e idealismo que maquinalmente le endilgamos a don Quijote. En vez de rondar la cincuentena, las arrugas de su cuello y sus mejillas, sus ojeras abismales y su rictus sombrío denunciaban su verdadera edad: sesenta y nueve años no muy bien llevados. Largo y desgarbado, su mirada poseía un infrecuente gesto de sorpresa, casi de inocencia, como si él mismo nunca hubiese terminado de creer que se había convertido en una criatura de Cervantes... y de Welles. 
Gracias a este proyecto, Reiguera al fin tenía la oportunidad de retornar, así fuese de manera simbólica, al país que lo había expulsado. No debe sorprender que, una vez concluida su actuación, fuese uno de los más interesados en seguir los avatares del filme y, si bien ya no pudo participar en las secuencias rodadas en España a partir de 1958, centradas en el Sancho Panza de Akim Tamiroff, nunca dejó de interesarse por el proyecto. Más quijotesco que don Quijote, Reiguera no se cansó de enviarle misivas a Welles, urgiéndolo a terminar la película de una vez por todas, pero los meses transcurrían e, indiferente a los reclamos de su protagonista, el director no avanzaba en su tarea. 
¿Es posible concebir una imagen más desoladora? Desde su exilio en México, a miles de kilómetros de la Mancha, don Quijote no se cansa de rogarle a su creador que le dé punto final a su aventura… y a su vida. Podemos imaginar a Reiguera en su casa de México tratando de establecer una errática conferencia telefónica con Welles, quien por entonces se encuentra en Nueva York, o en Hollywood, o en Madrid, y apenas oculta el fastidio que le provoca dar explicaciones sobre su tardanza. El actor le susurra que la única ilusión que le queda en el mundo consiste en ver el Don Quijote en las pantallas y que el director declare que su protagonista al fin ha pasado desta presente vida y muerto naturalmente. Ya lo sabemos: el caballero andante necesita olvidar su locura para descansar en paz. Pero Welles es un dios demasiado ocupado e insensible y se limita a mascullar unas torpes frases de disculpa antes de colgar. 
El anciano actor murió en la ciudad de México, en 1969, doce años después de haberse transformado en don Quijote, sin que Welles hubiese respondido nunca a sus plegarias. 
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Aquella no era la primera vez que Welles pisaba México. Además de haber participado en varias películas filmadas allí —en particular Journey into Fear (1942) y, en fechas más recientes, Touch of Evil, al lado de Charlton Heston—, de haber dedicado varios seriales radiofónicos a temas mexicanos —escribió uno sobre Moctezuma y otro sobre Juárez, por ejemplo— (6) , y de haber impulsado a Norman Forster en un proyecto sobre la tauromaquia titulado My Friend Bonito (1941), su contacto con este país era particularmente intenso debido al febril y tortuoso romance que sostuvo con la actriz Dolores del Río. 
Según le contó a la periodista Barbara Leaming al final de su vida, Welles se había enamorado de la actriz mexicana desde que era casi un niño y todavía recordaba con emoción el sacudimiento que había sufrido a los ocho años al admirar su cuerpo desnudo en una vieja película silente (7). La memoria le jugaba una mala pasada: Ave del Paraíso de King Vidor (1932), la película en cuestión, era sonora y, si bien Del Río encarnaba a una nadadora, distaba mucho de aparecer desnuda; además, en el momento de su estreno Welles no tenía once años, sino diecisiete. No queda duda, en cambio, de la poderosa impresión que le produjo aquella exótica belleza, cuyo verdadero nombre era Dolores Asúnsolo, nacida en Durango, México, en 1905. Para entonces, Del Río era ya una figura mítica de Hollywood y, debido a su matrimonio con Cedric Gibbons, jefe de arte de la Metro Goldwyn Meyer, una de las mujeres más conocidas en la industria cinematográfica. 
Welles conoció a Dolores en 1940, en una fiesta ofrecida por el magnate Jack Warner, y de inmediato enloqueció por ella. Según le contó a Leaming, durante varios meses se dedicó a verla a escondidas, a veces usando a Marlene Dietrich como chaperón. Fascinado por la lujosa y enmarañada ropa interior de Del Río —“toda hecha a mano, muy difícil de encontrar, y tan erótica que no hay palabras para describirla”—, Welles rentó una casa de campo a su amigo William Aland sólo para albergar sus encuentros. Aunque tenía diez años menos que la mexicana —doce según otras fuentes—, Welles se sentía extasiado: al contrario de don Quijote, quien se limitaba a fantasear con las doncellas de las novelas de caballerías, él había conquistado a una. 

9
El ardor de Orson Welles por Dolores del Río se extinguió poco a poco o más bien se paralizó cuando el espejismo primigenio comenzó a derivar en una bochornosa rutina. A fines de 1942, Del Río obtuvo el divorcio de Gibbons y no pasó mucho tiempo antes de que le exigiese a Welles un compromiso serio. Después de casi un año de ardor, el joven director no tardó en darse cuenta de que la única forma de mantener incólume el deseo era cancelándolo. Aunque continuó formalmente comprometido con Del Río, Welles se las ingenió para nunca pronunciar las palabras que ella quería escuchar en sus labios. 
Decidido a prolongar ese limbo, Welles se marchó a Brasil. Tal vez el viaje no hubiese resultado definitivo de no ser porque allí encontró a quien habría de convertirse en su segunda esposa. En teoría, Welles había huido al Cono Sur para escapar del matrimonio y lo primero que hacía era decidir que en realidad sí quería casarse... con una mujer que ni siquiera estaba presente. Ocurrió así. Después de comer en un restaurante de carnes, Welles se dejó llevar por la apatía previa a la siesta; tumbado en la terraza de su hotel, empezó a hojear con indolencia un número atrasado de la revista Life. Al darle la vuelta, Welles descubrió en su portada la deslumbrante silueta de una pin-up: se trataba de una joven actriz, de nombre Rita Hayworth, a la cual hacía poco había visto en Sangre y Arena (1941). Sin dudarlo un segundo, Welles le anunció a uno de sus compañeros de viaje la decisión irrevocable que había tomado en ese momento: 
—Ella será mi mujer. 
Después de haber seducido a un mito, Welles se preparaba para una tarea aún más arriesgada: crear uno. 
10
En el reino de la especulación, el romance de Welles y Del Río estuvo cerca de provocar una de las películas más notables del cine mexicano. En 1940, el director Chano Urueta le había ofrecido a Dolores del Río un papel en su próxima producción: una tercera versión cinematográfica de Santa, basada en la obra homónima de Federico Gamboa. La idea de representar a la mujer descarriada de provincias no sólo atrajo a Dolores, sino al propio Welles, quien leyó la novela con entusiasmo y luego se prestó a redactar una serie de modificaciones al guión de Urueta. Al igual que otros cientos de proyectos de Welles —entre ellos, claro, Don Quijote— éste también terminó por frustrarse. 
Pero no del todo: en 1943, Norman Forster, colaborador y amigo de Welles y Del Río, y quien había dirigido a ambos en Journey into Fear, aceptó filmar otra versión de Santa, aunque esta vez con Esther Fernández en el papel de la prostituta. Aunque el proyecto difería mucho del preparado por Urueta, sin duda Forster utilizó el borrador redactado por Welles para Dolores del Río. 
En 1991, el investigador David Ramón publicó en México una edición bilingüe de sus apuntes: once páginas que no sólo incluyen la escaleta, sino que ahondan en ciertas escenas(8). ¿La Santa de Orson Welles? Si persistiésemos con la idea de asimilarlo por la fuerza a don Quijote, tendríamos que sugerir que Welles se sintió atraído por el tema debido a una secreta necesidad de redimir a la protagonista: justo en la época en que Forster filmaba su Santa, Welles iniciaba su aventura con otra mujer que, sin que él lo supiese, también necesitaba ser redimida: la desequilibrada actriz de origen español Rita Cancino, mejor conocida como Rita Hayworth. 

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Otro de los proyectos nunca cumplidos de Welles, en el cual trabajó entre 1941 y 1942, tras el estreno de Citizen Kane, se titulaba precisamente Mexican Melodrama, y es uno de los que más frustración le provocaron, ya que estuvo muy cerca de ser aprobado por los productores. Basado en una novela de Arthur Calder-Marshall, The Way to Santiago, estuvo a punto de convertirse en la segunda película de Welles. Según cuenta su biógrafo David Thomson, la película iba a comenzar con un primer plano del propio Welles diciéndole directamente a la cámara: 
—No sé quién soy (9). 
La película contaría la historia de un hombre amnésico que pronto se da cuenta de su parecido físico con Linsay Kellar, un inglés que ha viajado a México con la intención de hacer programas radiofónicos dirigidos a Estados Unidos con propaganda a favor de los nazis. Welles terminaría desenmascarando al verdadero Kellar y apoderándose de la estación de radio para transmitir una inflamada arenga a favor de los aliados. Al final, los productores consideraron que, en el marco de la guerra, no sería apropiado dañar las relaciones con México y desestimaron el proyecto. No deja de resultar significativo, sin embargo, que se trate de uno de sus mejores guiones ni que, por otra parte, en él Welles haya estado dispuesto a encarnar a una especie de loco —un “alma perdida”, la llama Thomson— que lucha contra el mal sin conocer sus verdaderas razones. Un don Quijote. 
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Don Falstaff de la Mancha
A la hora de escoger sus papeles como actor, Orson Welles nunca pensó interpretar, por razones de volumen evidentes, a don Quijote. Su elección recayó, de manera más obvia, en otro de los grandes personajes tragicómicos de la literatura: el Falstaff de Shakespeare. Chimes at Midnight (1965) es, según la siempre voluble opinión de los críticos, una obra maestra. El obeso compañero de juergas de Enrique IV convenía muy naturalmente al maduro Welles, no sólo por su físico, sino por esa extravagante mezcla de ternura, picardía y patetismo que desprende el personaje. Observándolo en la pantalla, uno descubre que su Sir John Falstaff es una especie de don Juan envejecido, apenas cómico: en sus arrugas se nota la amarga sensación de haber perdido, no sólo el atractivo físico, sino la “estrella” que lo acompañó de joven. Sutil, vital, desmesurado y triste, Falstaff se acerca mucho más al Welles real que el recio y obsesivo don Quijote. 

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¿Podemos imaginar el Don Quijote de Welles? Teniendo en la mente las escenas usurpadas por Jess Franco, y aderezándolas con los comentarios que el director estadounidense esparció aquí y allá a lo largo de casi treinta años, quizás sea posible atisbar algunos escorzos de la película. El ejercicio tiene mucho, ahora sí, de quijotesco: implica convertir en movimiento y en imágenes —y, lo que no es nada sencillo, en imágenes de Welles— un sinfín de simples e inmóviles palabras. 
Comencemos, pues, con los antecedentes: en 1955, Welles comienza a pensar seriamente en la posibilidad de adaptar la novela de Cervantes; no es sino otro de los incontables proyectos que rondan su mente, pero se halla tan entusiasmado que se atreve a filmar unas cuantas escenas de prueba con el actor de origen ruso Mischa Auer, a quien ya ha dirigido en Mr. Arkadin (1955). 
En 1957, una vez desestimada la participación de Auer, Welles al menos posee unas intuiciones muy claras sobre la naturaleza de su proyecto: 
a) En primer lugar, piensa que don Quijote y Sancho son personajes inmemoriales, eternos, que ya resultaban anacrónicos en el siglo XVI; de este modo, le parece absolutamente natural incorporarlos al mundo moderno. Su idea no es reconvertirlos en personajes actuales, sino hacerlos deambular por nuestra época, provocando el mismo pasmo y la misma extrañeza que pudieron haber provocado entre los campesinos y soldados del Siglo de Oro; 
b) Como hemos señalado anteriormente, Welles imagina una película silente: ni don Quijote ni Sancho tendrán voz, sino que un solo narrador —el propio Welles— se encargará de narrar toda la historia; y, por último, 
c) La película se iniciará con el viaje de una familia estadounidense a España. Después de vagabundear un rato, la hija de la pareja de turistas se topará con Welles, quien le contará las aventuras de don Quijote de la Mancha. 
Cuando se traslada a México para iniciar la filmación, Welles ya ha escogido además a su trío de actores: Francisco Reiguera, como don Quijote; Akim Tamiroff, como Sancho, y Patty McCormack, quien a la sazón tiene diez años y ha participado en un par de series de televisión, como la pequeña vacacionista. Rodeado por un pequeñísimo grupo de seguidores, Welles emprende el camino. 
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Poco después de regresar de México, Orson Welles declara, enfático: 
—La película será presentada como una sola unidad. El anacronismo de don Quijote en relación con su tiempo ha perdido su eficacia hoy en día, porque las diferencias entre el siglo dieciséis y el catorce ya no quedan muy claras en nuestras mentes. Lo que he hecho es trasladar este anacronismo a términos modernos. En cambio, don Quijote y Sancho Panza son eternos. En la segunda parte de Cervantes, don Quijote y Sancho Panza llegan a cierto lugar, y la gente siempre dice: “¡Mira! Allí están don Quijote y Sancho Panza. Leímos un libro sobre ellos”. De este modo, Cervantes les otorga un lado divertido, como si ambos fuesen personajes de ficción más reales que la vida misma. Don Quijote y Sancho Panza están exacta y tradicionalmente basados en Cervantes, pero son nuestros contemporáneos. Dura una hora y cuarto por el momento. Será una hora y media cuando haya filmado la escena de la Bomba H. No, no he filmado esta película más rápido que las otras, sino con un grado de libertad que uno busca en vano en las producciones normales, porque se ha hecho sin cortes, sin una trayectoria narrativa, sin contar ni siquiera con una sinopsis. Cada mañana, los actores, el equipo y yo nos encontramos frente al hotel. Entonces nos ponemos en marcha e inventamos la película en la calle. Eso es lo más emocionante, porque es verdaderamente improvisado. La historia, los pequeños sucesos, todo se improvisa. Está hecha con las cosas que encontramos en el momento, en el destello de una idea, pero sólo después de haber ensayado a Cervantes durante cuatro semanas. Porque ensayamos todas las escenas de Cervantes como si fuéramos a representarlas, para que los actores pudiesen conocer a sus personajes. Luego nos vamos a la calle e interpretamos, no a Cervantes, sino una improvisación basada en esos ensayos, de los recuerdos de los personajes. Es una película silente. Yo explicaré los comentarios. Casi no habrá post-sincronización, sólo unas cuantas palabras. Yo aparezco como Orson Welles, no interpreto a un personaje. También está Patty McCormack, una actriz extraordinaria. Ella representa a una pequeña turista estadounidense en el hotel. Es una película estilizada, mucho más de cualquier cosa que haya hecho antes. Es estilizada desde el punto de vista del encuadre, y el uso de los lentes. Todo está en 18.5. La filmación durará un período de dos semanas, luego otras tres. Más la preparación de los acto-res, que ha sido muy particular. Todavía tengo que hacer las últimas dos escenas. Tuve que detenerme sólo porque Akim Tamiroff tenía que trabajar en otra película, y yo tenía que actuar en The Fires of Summer para tener suficiente dinero para Don Quijote, siempre ha sido así. Tenemos que esperar a un momento en el que los actores estén libres al mismo tiempo (10). 
15
—En un lugar de la Mancha… 
Sí: resulta inevitable volver a escuchar estas insidiosas palabras, pronunciadas —ya sabemos— por la tajante voz de Welles. Aunque, por otra parte, este Welles no es Welles, o lo es en la misma medida en la que el Borges de incontables relatos es el mismo Borges que los escribe. ¿Sería el estadounidense un devoto del argentino? Su idea de Don Quijote casi permitiría asegurarlo: al adaptar —o, más bien: al repetir— a Cervantes, el director se convirtió por fuerza en un doble de Pierre Menard. Al igual que éste, cada vez que deletreaba de nuevo las conocidas frases del libro les insuflaba otra vida, más vigorosa y eficaz que la anterior. 
Prestemos atención a Welles. Sin duda alguna, supera a Cervantes: cuando surge de sus labios —de esos enormes labios cuya imagen protagonizaba Citizen Kane—, la machacona expresión En un lugar de la Mancha suena más real y verdadera que nunca; sus cuerdas vocales producen un auténtico Big Bang. Tenemos la impresión de que el universo nace en ese momento, imperceptible, mientras la cámara se aleja un poco y nos permite atisbar la silueta de Patty McCormack al lado del gigantón. La pequeña apenas sonríe, arrobada por la historia que éste se apresta a recitarle; para ella, Welles encarna una especie de ogro bueno, una montaña que de repente tiene la facultad de hablarle. 
¿Por qué Welles ha decidido contarle las aventuras de don Quijote a esa niña? Al hacerlo, sugiere que se trata de un cuento inofensivo, y las palabras inaugurales deben ser entendidas entonces como un eco del inevitable Había una vez… Sin embargo, no evitamos percibir algo extraño —casi nos atreveríamos a decir antinatural— en esta secuencia: que un hombre gordo y barbado se apodere, así sea a través de las palabras, de una cría indefensa y solitaria, abandonada por sus padres en un país extraño, es algo que despierta inmediata reprobación. Las señales de alarma se multiplican: aunque parezca inofensivo y afable, Welles no se asemeja en absoluto a un abuelo bonachón; de hecho, la diferencia de volúmenes entre él y la menuda Patty provoca un justificado resquemor, un insondable malestar… 
¿Qué pretende ese coloso? ¿De veras una niña será el público ideal de Don Quijote? ¿Estará capacitada para entender las sutilezas, las burlas, los equívocos que llenan la obra? Tal vez este extraño comienzo sugiera una connotación distinta: la diferencia de tamaño y edad entre ambos pone en evidencia, asimismo, la disparidad de sus conocimientos. Recordemos que, en una de las entrevistas trascritas anteriormente, Welles afirmaba que para él don Quijote y Sancho Panza eran personajes eternos; entonces, si él mismo se empeña en referir su historia a una impúber incapaz de comprenderla, es porque no le interesa hacer una revelación fundamental. Fue también Borges quien afirmó que el poder de evocación alcanzado por Cervantes es tan grande que, aunque no hayamos leído Don Quijote, todos estamos seguros de haberlo hecho. Acaso Welles quería revertir esta odiosa tendencia: necesitaba unos oídos vírgenes, carentes de prejuicios, para contar su historia como si fuese la primera vez. Asombrada, Patty debió oír sus palabras con la misma curiosidad que Moisés debió manifestar ante la zarza ardiente: sin saberlo, aquella niña representa a la humanidad en su conjunto. En su infinita vanidad, Welles no sólo buscaba suplantar a Cervantes, sino a Dios. 

16
Recordémoslo: era sir John Falstaff, no don Quijote. Dos escenas: 
a) Aunque Welles ya ha decidido casarse con Rita Hayworth, viaja a la ciudad de México para limar asperezas con Dolores del Río, quien a la sazón ya ha renunciado a él. Tan galante y torpe como el orondo personaje shakesperiano, se presenta en la fiesta que Dolores le ofrece en el elegante Hotel Reforma, adonde ha sido convidado el tout Mexique, incluyendo a los embajadores de Argentina, Brasil, China, Cuba, Perú y Estados Unidos. 
A la tertulia ha sido invitado otro gordo ejemplar, el pintor Diego Rivera, y un genio de similar envergadura artística, si bien no corpórea, el poeta Pablo Neruda. 
—Le doy esta fiesta a Orson para agradecerle que venga a México —exclama Dolores frente a sus comensales. 
Neruda asiente con parsimonia y el coro de insignes diplomáticos lo imita. Welles, en cambio, se pone tan nervioso que apenas se controla: uno casi dudaría de su talento como actor. 
—¡Por Dios, Dolores! —ruge, súbitamente contrariado—. ¿Sabes? Yo te traía un bellísimo collar peruano… Y ahora me doy cuenta… Sólo ahora —Welles se rasca los bolsillos con fruición exagerada—, ¡ay!, de que debí olvidarlo en el hotel de Guatemala… 
Sin mostrar la menor compasión hacia su doble de cuerpo, Diego Rivera sólo atina a croar una brutal, ruidosa, sanchopancesca carcajada. 
b) Unos meses después, cuando su relación con Rita Hayworth ya ha excedido —como prometió— la mera fantasía, Welles se arma de valor para romper definitivamente con Dolores. Displicente, ella lo convoca en su suite del Hotel Sherry Netherland de Nueva York. De nueva cuenta el creador de Citizen Kane se halla tan nervioso —o al menos eso aparenta— que acude a la cita con cinco horas de retraso. En ese lapso, Dolores ha tenido tiempo de pasar de la incomodidad al fastidio y de la cólera a la indiferencia. Nadie la ha tratado nunca así: ¡el papanatas no sabe con quién se ha metido! Su carácter dista mucho de acercarse a la ferocidad de María Félix, su eterna rival, pero no duda en darle a Welles una buena muestra de lo que es capaz una despechada hembra mexicana. 
Con la majestad de una reina —a fin de cuentas lo es— Dolores deja entrar a Orson en sus dominios. Un tanto beodo, su falaz enamorado nunca se pareció tanto al personaje de Chimes at Midnight como en ese momento: le sudan las manos, le tiemblan los muslos, el corazón se agita en el interior de su formidable tórax. Y su voz, que ha hecho estremecerse a todo un país y ha conmovido a miles de cinéfilos, se queda atorada en su garganta. Aturdido, el inmenso narrador que es Welles no sabe cómo empezar: 
—Querida —balbucea—, querida… 
Se enjuga con torpeza el sudor que le escurre por la frente y las mejillas; retorciéndose como un niño sorprendido después de cometer una travesura, la táctica de Welles no consiste en pedirle perdón a su amada, sino en causarle lástima. Avanza unos pasos, tambaleándose, y, cuando vuelve a hacer el intento de articular una frase comprensible, sus manos se topan con una de las largas cortinas anaranjadas que penden de los ventanales, otorgándole a la habitación un vaga similitud con una carpa de circo. 
—¡Querida! —exclama Orson una última vez antes de darse cuenta de que la pesada tela ya se le viene encima, arrastrándolo hasta el suelo como si fuese un bolo de boliche recién derribado. 
Tendido sobre la alfombra, Welles recuerda a una tortuga volcada boca arriba. Sin guardar la menor compasión hacia su amante, Dolores estalla en una chillona, incisiva, gozosa carcajada. 
17
Don Quijote encuentra a don Quijote
La escena más célebre del Don Quijote de Orson Welles no existe. Así de simple: nunca se filmó. O tal vez sí, y se encuentre en uno de los rollos que permanecen en Italia, o en los retazos que Jess Franco no utilizó, o se perdió en los infinitos vericuetos que sufrió la cinta tras la muerte de su realizador... ¡Quién puede saberlo! Pero su inexistencia no la hace menos estimulante o menos profunda. Una cosa es cierta: a Cervantes no le hubiese incomodado. 
Perdidos en el mundo moderno, en donde ya se han topado con chicas en motocicleta —sirenas mecánicas—, televisores —conjuros infernales— y filas de automóviles —carruajes embrujados—, don Quijote y Sancho se internan en uno de tantos pueblos españoles y se introducen en una especie de santuario, una extraña cueva sin luz visitada por un alud de peregrinos. De pronto allí, frente a ellos, se produce el encantamiento: ¿qué extraña o endiablada maravilla ocurre allí adentro? Luego de traspasar un apretado patio de butacas, semejante al de un teatro cualquiera, don Quijote y Sancho se encuentran con Sancho y don Quijote. 
Como si Merlín el hechicero les hubiese arrebatado sus cuerpos, se descubren a sí mismos en la pantalla que hay en la pared del fondo. ¡Cómo es posible! Con esta imagen, Welles ha llevado hasta sus últimas consecuencias la mise en abîme inventada por Cervantes en la segunda parte de su libro. A diferencia de lo que ocurre en la novela, en este caso los habitantes de la comarca no sólo han oído hablar de sus ilustres visitantes y no sólo conocen sus aventuras de memoria —a veces trastocadas por el infame Avellaneda—, sino que pueden espiarlos en todo momento gracias a ese maldito artefacto que llaman cinematógrafo. 
Más enfurecido que al toparse con los gigantes disfrazados de molinos, el Ingenioso Hidalgo no duda en blandir su lanza para acabar con tan perverso maleficio y, antes de que su escudero o el público puedan detenerlo, el impulso de su brazo logra rasgar la blanca pantalla y, con ella, su propia figura. Aquí don Quijote no sólo intenta contradecir a don Quijote, como ocurre en el libro al tratar de burlar a Avellaneda; aquí don Quijote intenta aniquilar a don Quijote; don Quijote, el verdadero don Quijote si es que hay un don Quijote verdadero, no tolera esa engañifa, su imagen repetida sin su consentimiento, esa trampa que lo reinventa y multiplica. Incluso don Quijote quiere ser el único don Quijote y no el don Quijote que cada uno de nosotros se ha inventado, y mucho menos ese don Quijote espurio que lo imita y lo remeda, y que en el fondo tanto se parece a él. El don Quijote literario no tolera la existencia de ese burdo don Quijote cinematográfico, de esa falsificación de sí mismo. Sólo que el miserable don Quijote no sabe, o acaso sólo intuye —¡aunque nosotros sí lo sepamos!—, que él tampoco es el verdadero don Quijote, que él está hecho de la misma estofa que ese otro que se empeña en destruir, que él también habita una pantalla —o un libro, o nuestras mentes—, y que su locura no es tal, sino apenas una extraviada lucidez. Don Quijote se mira y no se reconoce o, lo que es peor, quizás reconoce en su imagen proyectada a alguien todavía más real que él mismo. 
Los talentos combinados de tres genios: Cervantes, Borges, Welles se unen aquí para atisbar todos los juegos metaliterarios y metacinematográficos que se llevarán a cabo a partir de entonces. Cuando Cervantes hizo que en la segunda parte de su libro don Quijote leyese a don Quijote, cuando Borges hizo a Pierre Menard el autor de Don Quijote —y, con él, a cada uno de nosotros— y cuando, para cerrar el ciclo, Welles hizo que don Quijote mirase a don Quijote en un cine de barrio se abrieron tres puertas que no han vuelto a cerrarse y que aún hoy nos provocan una sensación de —valga la paradoja— gozosa angustia. No es casual que don Quijote creyese hallar su fin al enfrentarse con el Caballero de los Espejos; tampoco que Borges odiase los espejos tanto como la cópula; tercero en turno, a Welles le correspondía mostrarnos el diabólico poder de ese gran espejo de nuestro tiempo que es el cine. 
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Recordemos esta escena primordial: de viaje por Brasil, Orson Welles hojea distraídamente una revista y se topa con la bellísima fotografía de una pin-up; sin pensarlo ni un segundo, Welles afirma que ella se convertirá en su mujer. 
¿Se dan cuenta de las consecuencias de esta anécdota? Lo extraordinario del episodio no radica en que Welles se enamore de una actriz desconocida (eso nos ocurre a todos), ni tampoco en que (a diferencia de lo que nos ocurre a todos) él vaya a terminar casándose con ella; lo de verdad notable es que simboliza a la perfección el perverso poder del cine. Porque —no debemos olvidarlo— Welles no es uno de esos fanáticos que persiguen a las estrellas de Hollywood, sino uno de los más grandes directores de la historia del cine. Si incluso él cae en las redes de la ficción, ¿qué no puede pasarnos a los demás? 
Tanto don Quijote como Welles se enamoran de dos mujeres ideales, igualmente inexistentes: el primero, de una posadera a la que confunde con una doncella; el segundo, de una imagen a la que confunde con la realidad. ¿Será que al fin comparten una locura parecida? La diferencia radica en sus decisiones posteriores: mientras don Quijote preserva su deseo de poseer a Dulcinea —manteniendo su amor incólume—, Welles comete el grave error de apoderarse de ella, transformando a la idílica actriz de la pantalla en alguien bastante peor que una humilde campesina. 
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Retrato de Dulcinea
Margarita Carmena Cancino nació en 1918; comenzó su carrera a los trece años, en la compañía de su padre, el bailarín español Eduardo Cancino. Como las leyes estadounidenses le prohibían actuar siendo menor de edad, los Dancing Casinos solían presentarse en Tijuana y otras ciudades de México. Más adelante, la joven le contaría a Welles que su padre la obligaba a dormir con él; acaso este hecho, sumado a un carácter hipersensible y desordenado, fuese el origen de los trastornos nerviosos que la joven comenzó a padecer desde la adolescencia. Según la tosca interpretación del carácter de Rita que Welles llevaría a cabo más adelante, en el interior de la muchacha convivían dos personalidades escindidas: una salvaje y sensual, y otra tímida y retraída (11). (Al director, en cualquier caso, en aquella época parecían gustarle las dos.) 
A los dieciocho, Rita decidió abandonar definitivamente a su padre y aceptó casarse con un vendedor de coches llamado Edward Judson, quien se dedicó a explotar su belleza tal como había hecho Cansino. En una historia que parece más propia de Justine que de Don Quijote, Judson la entregó a Harry Cohn, un productor de la Columbia, quien a su vez se dedicó a acosarla y ultrajarla durante varios años. Atrapada en aquella vida miserable, no era difícil que Rita sucumbiese sin demasiadas dificultades a los inteligentes halagos de Welles. Porque, a diferencia de lo que ocurre en el Quijote, en este caso sólo ella sabía en el fondo que no era una princesa. 
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Actor de teatro y de cine, locutor de radio, director, productor, editor, guionista, novelista ocasional (12), maestro de ceremonias, político frustrado: Welles es el representante ideal de la “sociedad del espectáculo”: ninguna rama de lo que ahora se conoce con el nombre de industria del entretenimiento escapó de su interés. Y, lo que es más notable, siempre que se lo propuso fue un genial innovador. Sin embargo, dentro de sus múltiples aficiones hay una que ha sido un tanto descuidada por sus biógrafos y que no obstante, debido a su misma rareza, puede ser vista como una metáfora perfecta del quehacer de Welles: la magia. 
Desde muy joven Welles se dio a la tarea de aprender todo tipo de trucos, justo esos que ahora, en esta época de efectos especiales, nos parecen burdas maniobras de cómicos de feria: juegos con cartas, sombreros con conejos, pollos amaestrados, magnetismo y mujeres cortadas por la mitad. Tanto Dolores del Río como Rita Hayworth llegaron a servirle de asistentes, aunque quizás la más llamativa de las estrellas de cine que Welles serruchó en público fue Marlene Dietrich. 
Tras la declaración de guerra de Estados Unidos a Japón en 1942, Welles montó una compañía itinerante, a la que llamó Wonder Show, para entretener a las tropas que peleaban en el frente. Durante varias semanas se reunió con Joseph Cotten —a quien le enseñó un acto de escapismo—, Agnes Moorhead y Rita para ensayar los diversos números: ¡La princesa Nefertona cortada por el ombligo y continúa viva!, ¡Joseph el Grande escapa con vida! ¡El doctor Welles, sin trucos, petrifica con la mirada! Desde luego, el gran número se produciría cuando dividiese a la mitad a su hermosa asistente. Por desgracia, el manager de Rita le impidió participar en el acto y a Welles se le ocurrió invitar a la Dietrich, a quien conocía de sus épocas con Dolores. La actriz alemana aceptó gentilmente, y durante varias noches consecutivas se presentó ante diversas divisiones de soldados leyendo el pensamiento de los jóvenes voluntarios que se atrevían a ponerse en sus manos. 
Por más que quiera verse este tipo de situaciones como meras anécdotas sin importancia en la carrera de Welles, en realidad revelaban su perversidad y su inteligencia: no sólo era capaz de manipular a decenas de inocentes, sino también a las grandes figuras de Hollywood. Antes que nada, Welles era un gran ilusionista. Ésta es la palabra perfecta para describirlo: en cada una de las actividades que emprendió siempre supo que él era un simple artesano y el producto que presentaba al público un mero artificio: una trampa o un engaño que sólo su habilidad hacía parecer real. Si Welles es un creador verdaderamente moderno, se debe a que nunca creyó ser un artista, sino un simple manipulador, como Kane o Hearst. Welles buscaba ser un Maese Pedro animando su retablo con las ilusiones que ponía en los ojos y las mentes de su público, convertido así, gracias a él, en una turba de Quijotes. 
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El hombre que mató a don Quijote
La historia de Don Quijote en el cine no ha sido precisamente feliz. Pese a los esfuerzos de numerosos actores y directores —algunos de la talla de Pabst—, ninguna película compite con el original. No se trata del típico fenómeno que produce películas mediocres a partir de fuentes sublimes: más bien pareciera como si, pese al carácter eminentemente visual de las andanzas del Ingenioso Hidalgo, hubiese un elemento escondido, sutil y metafórico, que rebasa la mera representación: ese espíritu sólo se encuentra en contados pasajes de la vasta cadena de adaptaciones que se han producido a partir del indómito personaje. 
La primera noticia que se tiene de un filme con el tema del Quijote data de una producción francesa silente de 1903, a la cual le siguieron otras en 1915, dirigida por Edward Dillon; 1923, de Maurice Elvey; una muy libre versión en dibujos animados de 1934, de Ub Iwerks, y una producción danesa de 1926, a cargo de Lau Lauritzen, hasta llegar a la de Georg Wilhelm Pabst de 1933 —un año especialmente significativo—, en la cual lo mejor de todo es la actuación del gran bajo ruso Fiódor Chaliapin. 
Sin embargo, a partir de ese momento la figura fílmica del anciano caballero se vuelve universal, pues existen, además de las versiones españolas de 1948, Don Quijote cabalga de nuevo, y de 2002, El caballero don Quijote, producciones de origen israelí, Dan Quihote V’Sa’adia Pansa (1956); soviético, Don Kikhot (1957) y Deti Don Kikhota (1965); mexicano, Don Quijote cabalga de nuevo (1972), de Roberto Gavaldón, con Fernando Fernán Gómez en el papel de Alonso Quijano y Cantinflas en el de Sancho Panza; y taiwanés, Asphaltwiui Don Quixote (1988), sin dejar de contar las versiones musicales The Amorous Adventures of Don Quixote and Sancho Panza (1976) y Man of La Mancha (1982), hasta llegar a la malograda adaptación de Terry Gilliam que habría de llamarse The Man Who Kill Don Quixote (2000). 
Tal vez esta última producción, azotada por todas las desventuras posibles que provocaron que ni siquiera pudiese terminar de rodarse, guarda los mayores paralelismos con el abortado filme de Welles. En ambos casos se trata, por encima de todo, de proyectos propios —de acuerdo: de sueños— llevados a cabo por dos grandes talentos de la historia del cine. Otros paralelismos: tanto Welles como Gilliam son estadounidenses; ambos maduraron su idea de filmar Don Quijote a lo largo de muchos años; ambos decidieron realizar películas personales, independientes de Hollywood y sus exigencias, con presupuestos descabellados; y ambos, en fin, tuvieron que sucumbir a los límites que ellos mismos se impusieron para regresar a la realidad y darse cuenta de la imposibilidad de seguir adelante. 
Como sea, el destino de The Man Who Kill Don Quixote no deja de resultar tragicómico, como la novela, al grado de que un par de cineastas jóvenes, Keith Fulton y Louis Pepe, se dieron a la tarea de filmar una película sobre el fracaso de esta otra película. Titulado con acierto Lost in La Mancha (2002), el documental de Fulton y Pepe cuenta las desventuras de Gilliam y su troupe a la hora de filmar su ansiada adaptación de la novela de Cervantes. 
Igual que Welles, William tenía fama de genial, de fantasioso y atrabiliario y, sobre todo, de poco realista a escala financiera. En la industria cinematográfica se había vuelto célebre por uno de sus mayores fracasos: Las aventuras del Barón de Munchausen, incapaz de recuperar siquiera una pequeña parte del altísimo presupuesto invertido en ella. Embrujado por este fiasco, nadie parecía recordar sus éxitos: sus colaboraciones con el grupo inglés Monty Pitón o películas tan logradas —y llenas de imaginación y talento visual— como Bandidos en el tiempo, Brazil, Pescador de ilusiones u Ocho monos. En cualquier caso, los productores hollywoodenses se negaron a participar en Don Quixote, por lo cual Gilliam tuvo que recurrir a un destartalado abanico de inversores europeos para rodar la que se convertiría en la película más cara realizada fuera de Estados Unidos. 
En principio, el reparto elegido por Gilliam parecía asegurar el interés tanto del público como de los productores franceses, ingleses y españoles que acompañaban su locura. Jean Rochefort, el actor francés elegido para encarnar al protagonista era, como Reiguera, un don Quijote nato: basta verlo unos segundos en Lost in La Mancha para darse cuenta del buen ojo de Gilliam al seleccionarlo; en cuanto a los secundarios, la pareja formada por Johnny Depp y Vanessa Paradis, aseguraban el impacto mediático del filme. Por desgracia, el tinglado —sería mejor decir: el retablo— estaba armado con pinzas: cualquier error de cálculo terminaría en un desastre. Y así ocurrió. 
Pese a contar con la entusiasta colaboración de su trío de actores, quienes accedieron a rebajar notablemente su caché, pronto se hizo evidente que el proyecto hacía agua por todas partes. Sin darse cuenta, Gilliam había escogido un don Quijote demasiado frágil: más frágil aún que don Quijote. Pese a ser un jinete probado, a sus setenta años la columna de Rochefort no resistió los embates de Rocinante y debió ser hospitalizado de emergencia durante varios días. Si a eso se añade la furiosa tempestad que azotó al equipo de filmación durante los primeros días del rodaje en Navarra —en un árido campo cercano a unas instalaciones de la OTAN que provocaban el continuo paso de cazas supersónicos—, al cabo de una semana de rodaje se hizo evidente que no existían las condiciones para continuar el proyecto. 
A diferencia de lo que ocurrió con Welles, en este caso la película de Fulton y Pepe apenas nos permite adivinar las secuencias que habría de tener la obra terminada, pero en cambio nos conduce por el camino de frustración que Gilliam debió recorrer día tras día. Provoca una genuina tristeza observar la construcción de los espectaculares decorados, la desbordante imaginación de los vestuarios, la riqueza visual del storyboard o la pasión de los colaboradores de Gilliam y saber de antemano que todo eso ha quedado en el olvido. Quizás con demasiada facilidad, los directores del documental no han dudado en comparar a Gilliam con don Quijote porque, tal como ellos la relatan, su desventura parece más kafkiana que cervantina. Mientras vemos a Gilliam seguir el derrotero de su película, siempre con esa misma expresión de niño asustado, incapaz de comprender que los mayores no le compren sus juguetes y no lo dejen cumplir sus caprichos, tenemos la certeza de que no se trata de un caballero andante, sino de un hombre atrapado en sí mismo. Genial e introvertido, incapaz de ocuparse de las tareas cotidianas, sumergido siempre en sus fantasías, Terry Gilliam es sin duda el hombre que mató a don Quijote. 
22
El fin
En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme. 
La frase, en esta ocasión, adquiere plenamente su significado: si el narrador no quiere acordarse es por el dolor que siente al hacerlo, porque algo terrible —inenarrable, inefable— ocurrió allí, en la Mancha. 
Como de costumbre, vemos a don Quijote y a Sancho recorriendo un adusto y polvoriento camino en la sierra. El cielo es de una claridad majestuosa. Nuestros héroes avanzan a paso cansino, agotados por el sol y por las múltiples desventuras que han sufrido a lo largo del camino. Don Quijote ha sido golpeado, manteado, burlado, escarnecido. Y, sin embargo, prosigue su marcha, invencible, paseando su triste figura una vez más. Poco a poco escalan una pequeña pendiente y al fin contemplan la interminable llanura manchega que se extiende infinita ante sus ojos. 
De pronto, todo tiembla. Se oye una terrible explosión, tan terrible que incluso puede escucharse en una película muda. Todo se sacude. La tierra tiembla, vibra, se estremece. Y entonces alzamos nuestra vista, al mismo tiempo que don Quijote y Sancho, y contemplamos el insólito espectáculo que se produce ante nuestros ojos. Un encantamiento mayor a cualquiera de los descritos en los libros de caballerías; un conjuro o una maldición peor que las de todas las brujas y hechiceros de la historia. 
Una gigantesca nube asciende hacia el cielo. Una hermosísima nube, blanca y tornasolada, en forma de hongo. Y entonces lo comprendemos todo. Quizás don Quijote y Sancho no, pero nosotros, educados por la historia, sí sabemos lo que ocurre. Se trata de una bomba H, del Armageddón, de la Tercera Guerra Mundial, del Día del Juicio. Don Quijote y Sancho contemplan, azorados, nuestra destrucción. La de todos nosotros, sus lectores. El fin de la de la especie humana. El mundo se desintegra ante sus ojos, y nosotros con él. Al final, hemos sido incapaces de sobrevivir a nuestro odio, nuestros temores y nuestra debilidad. Hemos fracasado. 
Don Quijote y Sancho Panza, en cambio, persisten. A diferencia de nosotros, ellos son inmortales. A pesar de nosotros, nos sobreviven. Mientras que a nosotros la realidad nos ha condenado a muerte, a ellos la fantasía los ha salvado. Deslumbrados, estremecidos y más tristes que nunca, nuestros héroes se preparan para continuar el camino. Ya no habrá quien los escuche ni quien los lea. Nadie los reconocerá por las calles. Nadie se acordará de sus nombres. Y nadie se acordará, tampoco, de ese lugar de la Mancha. De ese lugar de la Mancha que es la Tierra. No importa: a pesar de los pesares, en contra de todo, ellos proseguirán su camino. Welles lo sabía y por eso siempre quiso filmar esta escena, el mayor homenaje que nadie le ha hecho a Cervantes: ellos son lo mejor que los seres humanos pudimos crear. 
París-Edimburgo, verano de 2003.

(1) The Orson Welles Story, entrevista realizada por Leslie Megahey para la BBC en Las Vegas, en 1982. Reproducida en Mark W. Estrin (ed.), Orson Welles Interviews (University Press of Mississippi, 2002), pp. 207-208. 
(2) Don Quijote de Orson Welles, editada por Jess Franco, Rosa María Almirall y Fátima Michalczok, Producciones El Silencio, Madrid, 1992, 118 min. 
(3) Entrevista de Welles con André Bazin y Charles Bitsch, Cahiers du Cinéma, mayo de 1958. 
(4) Orson Welles y Peter Bogdanovich, Moi, Orson Welles (París: Belfond, 1993), p. 439. (La edición inglesa es de 1992.)
(5) Yo soy usted (1943) y Ofrenda (1953). 
(6) Transmitidos con el título de México en el programa Hello Americans de la CBS en 1943. 
(7) Barbara Leaming, Orson Welles (Barcelona: Tusquets, 1986), p. 220. (La edición inglesa es de 1985.) 
(8) David Ramón, La Santa de Orson Welles (México: Coordinación de Difusión Cultural, UNAM), 1991. 
(9) David Thomson, Rosebud. The Story of Orson Welles (Nueva York: Random House), 1996, p. 196. 
(10) Entrevista de Welles con André Bazin y Charles Bitsch, Cahiers du Cinéma, mayo de 1958, pp. 37-39. 
(11)  Barbara Leaming, Orson Welles, op. cit., p. 277. 
(12) En 1954 la editorial Gallimard publicó, con el nombre de Orson Welles, la novela Mr. Arkadin, en la cual no se especificaba el nombre del traductor. Años más tarde, Welles negaría toda paternidad de esta obra literaria que se sumaba a todas sus otras habilidades. 
Jorge Volpi. Nació en Ciudad de México, DF, en 1968. Estudió derecho y letras en la Universidad Nacional Autónoma de México y filología hispánica en la Universidad de Salamanca. Es autor de las novelas A pesar del oscuro silencio (1993), La paz de los sepulcros (1995), El temperamento melancólico (1996), En busca de Klingsor (1999) y La guerra y las palabras, una historia intelectual de 1994 (2004); de las novelas cortas Días de ira (en el volumen Tres bosquejos del mal, 1994), Sanar tu piel amarga (1997) y El juego del apocalipsis (2000); del ensayo La imaginación y el poder: Una historia intelectual de 1968 (1998) y de la antología de jóvenes cuentistas mexicanos Día de muertos (2001). Su novela En busca de Klingsor (Seix Barral, 1999) obtuvo los premios Biblioteca Breve, Deux Océans y Grinzane Cavour, y el de mejor traducción del Instituto Cervantes de Roma en 2002. El fin de la locura (Seix Barral, 2003) es su última novela. Actualmente es miembro del Sistema Nacional de Creadores de México y becario de la Fundación J. S. Guggenheim. 
* Publicado originalmente en Letras Libres, España. Reproducido con la debida autorización.  Estudios Públicos, 100 (primavera 2005).


Don Quixote / Orson Welles



Año: 1992
Duración: 111 minutos
Dirección: Orson Welles
Guión: Orson Welles, con diálogos adicionales de Jesús Franco
Producción: Patxi Irigoyen y Juan A. Pedrosa
Música: Daniel White
Fotografía: Juan Manuel de la Chica, Jack Draper, José García Galisteo, Manuel Mateos, Ricardo Navarrete, Edmond Richard y Giorgio Tonti
Montaje: Jesús Franco, montador de material previamente ensamblado por Maurizio Lucidi, Renzo Lucidi, Peter Parasheles, Alberto Valenzuela e Irah Wohl
Sonido: Ian Sasplugas y Ángel Serrano
Efectos especiales: Geny Jack y Dolores Olivé
Supervisores de la nueva versión: Jesús Franco y Oja Kodar
Reparto: Francisco Reiguera (don Quijote), Akim Tamiroff (Sancho Panza), Orson Welles, José Mediavilla (voz de don Quijote en la nueva versión), Juan Carlos Ordóñez (voz de Sancho Panza en la nueva versión), Constantino Romero (narrador de la nueva versión), Fernando Rey (narrador de la escena final en la nueva versión), Paola Mori, Beatrice Welles, Oja Kodar y Patricia McCormack

SINOPSIS La particular visión que Welles tenía de España es recreada a través de los ojos de Don Quijote y Sancho, quienes viajan por la España de los sanfermines, las fiestas de moros y cristianos, la Semana Santa, etc. Esta película fue filmada por Welles a lo largo e catorce años y murió sin haber podido terminar su montaje. El director Jess Franco, amigo de Welles desde el rodaje de “Campanadas a Medianoche”, buscó los materiales que estaban diseminados por medio mundo y en poder de diversas personas, entre ellas la segunda esposa de Welles, Suzann Clothier. Jess Franco ha hecho una gran labor de montaje siguiendo las propias indicaciones que dejó escritas el propio Welles. (Filmaffinity)

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